1982

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Las sábanas estaban frías. No cambió de posición durante el rato que durmió. Ni siquiera se esforzó por estirar los brazos y buscar el torso de Nigel. No estaba allí, jamás lo estuvo. A pesar de estar exhausto, y algo adolorido, esperó que Lecter se acercará a él después de follar, sin embargo, le dio la espalda y cayó en un sueño profundo.
No podía reclamar. Fue consensuado y, en menor cantidad, disfrutado. Ahí estaba la razón por la cual no se alquilaba para ofrecer favores sexuales. Odiaba sentirse usado.
Su sacrificio no valió la pena. Su experiencia no alcanzó ni a rozar el escenario que tanto imaginó, donde era Hannibal quien se satisfacía con su cuerpo.

Abstente de pensar o la culpa te carcomerá.

Observó el techo semiesférico tiñéndose gracias a las series de LED que iluminaban el contorno de la habitación.

Para ser algo así como un prostíbulo, la decoración es fabulosa.

Se frotó el rostro con ambas manos, despabilándose. Un suspiro terminó su gesto, con la esperanza de que desapareciera el remordimiento.
Giró su cuello a la izquierda y encima de la mesa de noche, vio un rectángulo de papel degradado, que iba del verde–cian al color arena. Lo sostuvo con cuidado. Forzando la vista, trató de leerlo.
Un cheque en blanco emitido por el mayor. Su paga.
Sintió su sangre calentarse poco a poco. Si lo tuviera delante, lo mataría. Enfatizó bastante que no se vendía y esa conducta era más que una burla.
Lo detestaba por engatusarlo, por no ser su hermano y por su asquerosa manera de tratarlo. Se sentía miserable.
Guardaría el documento para la posteridad. Cuando lo volviera a tener enfrente lo rompería en su cara y le confesaría tanto que suplicaría una golpiza en vez de un sermón.

Maldito, mil veces maldito.

Las semanas pasaron y ni la sombra de los mellizos se apareció por el Cherry Flavour, no obstante, la rabia de Will seguía roja, más que la sangre.
Noche tras noche esperaba reconocer al rubio cruzando la puerta. Se acercaría confiado, acompañado de una sonrisa hipócrita dibujada en el semblante, creándole un triunfo falso que caería junto con su orgullo al contemplar las yemas de sus dedos rasgando lo único que podía ofrecerle... Dinero.

Debía aceptar que era feliz trabajando ahí, lejos de papeleo y escenarios no muy agradables de apreciar.
Era divertido tontear, beber, jugar póker y oír las pláticas de millonarios.
Ese sábado el ambiente era acogedor, aunque era el día más atareado. Su turno de acompañar a los clientes que ocuparan la barra, llegó.
También sería duro. Allí se consumía más licor que en otras zonas, pero conocía sus límites y no planeaba embriagarse.
Faltaban algunas horas para que el recinto empezara a llenarse. Se sentó frente al cantinero, quien le mostró una libreta repleta de recetas de cócteles; desde el más sencillo hasta el inimaginable.
Graham se asombraba, reflejándolo con muecas y varios “¡wow!” intermitentes se le escapaban. A ratos cuestionaba a su compañero, quien lo iluminaba con su conocimiento. A pesar de no ser su área de interés, toda información era bienvenida.

—Espero no estés considerando cambiar de puesto —dijo un individuo que ocupó la silla a su costado izquierdo—. Sería una lástima perder el privilegio de tu compañía.

El psiquiatra se veía radiante, como de costumbre. Acomodó su cabello de lado y algunos mechones caían sobre su ceja.
El ojigarzo se percató de que su vestimenta era casi idéntica: trajes grises que se confundían con negro. La única diferencia eran las camisas; él portaba un tono rosado y el castaño uno azul, que extrañamente le recordaba a los iris propios.

—No le vería el caso. Nuestro sueldo es semejante y soy un desastre hasta para servir agua —bromeó sin contacto visual, desviándose al servilletero con el que jugueteaba.

El chico CherryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora