Una albina se encontraba enojada, había peleado con su padre...El rey del infierno.
Una discusión tonta por parte del padre, pero justificada por parte de aquella albina quien se encontraba encerrada en aquel hermoso cuarto.
-¡𝐏𝐚𝐝𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝐦𝐢𝐞𝐫𝐝𝐚!- Dijo la albina mientras destrozaba todo a su paso, no estaba enojada...Estaba furiosa.
Sus sirvientes pronto entraron por una de las ventanas de aquel cuarto infernal, unos pequeños demonios con alas pequeñas, limpiando y reemplazando los objetos rotos.
-𝐓𝐢𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐪𝐮𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐫 𝐞𝐬𝐭𝐨, 𝐞𝐬𝐭𝐨 𝐧𝐨 𝐥𝐨 𝐡𝐚𝐫𝐢𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐩𝐫𝐢𝐧𝐜𝐞𝐬𝐚, 𝐜𝐨𝐦𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐭𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐮𝐧𝐚 𝐩𝐫𝐢𝐧𝐜𝐞𝐬𝐚, 𝐛𝐥𝐚𝐡 𝐛𝐥𝐚𝐡 𝐛𝐥𝐚𝐡.- Decía la albina mientras imitaba a su padre.
La albina se lanzó a su cama bruscamente, mientras veía como los pequeños demonios se iban, saliendo por donde entraron.
-𝐐𝐮𝐢𝐬𝐢𝐞𝐫𝐚 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐫 𝐞𝐧 𝐮𝐧 𝐦𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐝𝐨𝐧𝐝𝐞 𝐦𝐢 𝐩𝐚𝐝𝐫𝐞 𝐲𝐚 𝐧𝐨 𝐦𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐩𝐚𝐫𝐞 𝐜𝐨𝐧 𝐨𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐦𝐢𝐞𝐫𝐝𝐚𝐬.- Decía la albina con una mirada apagada.
Un estruendo se escuchó en aquel pequeño silencio que formó la albina, era su perro infernal más fiel.
-¡𝐂𝐞𝐫𝐛𝐞𝐫𝐮𝐬! ¡𝐑𝐨𝐦𝐩𝐢𝐬𝐭𝐞 𝐥𝐚 𝐯𝐞𝐧𝐭𝐚𝐧𝐚 𝐨𝐭𝐫𝐚 𝐯𝐞𝐳!- Decía la albina parandose abruptamente, yendo hacia su peludo e infernal amigo.
-¡𝐖𝐨𝐨𝐟!- Decía aquel gigante amigo perruno, o al menos una cabeza de este.
-𝐒𝐚𝐛𝐞𝐧 𝐦𝐮𝐲 𝐛𝐢𝐞𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐢 𝐩𝐚𝐝𝐫𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐞𝐧𝐜𝐚𝐫𝐠𝐨́ 𝐝𝐞 𝐜𝐮𝐢𝐝𝐚𝐫 𝐞𝐥 𝐢𝐧𝐟𝐢𝐞𝐫𝐧𝐨, 𝐝𝐞𝐛𝐞𝐧 𝐝𝐞 𝐢𝐫.- Dijo la albina para después ser interrumpida con tres lenguas perrunas.
-¡𝐁𝐢𝐞𝐧! ¡𝐁𝐢𝐞𝐧! 𝐏𝐞𝐫𝐨 𝐚 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢𝐨 𝐦𝐞 𝐭𝐞𝐧𝐝𝐫𝐚́𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐡𝐚𝐜𝐞𝐫 𝐮𝐧 𝐟𝐚𝐯𝐨𝐫.- Dijo la albina para mirar a su amigo canino quien volteó sus tres cabezas en forma de confusión.
-𝐐𝐮𝐢𝐞𝐫𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐦𝐞 𝐚𝐯𝐞𝐫𝐢𝐠𝐮𝐞𝐧...𝐔𝐧 𝐦𝐮𝐧𝐝𝐨 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐯𝐢𝐯𝐢𝐫.- Dijo la albina, mientras su perro infernal movía su cola feliz y sacaba la lengua de cada cabeza.
-𝐘 𝐭𝐚𝐥 𝐯𝐞𝐳...𝐋𝐨𝐬 𝐥𝐥𝐞𝐯𝐞, 𝐬𝐢 𝐬𝐞 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐧 𝐛𝐢𝐞𝐧 𝐜𝐥𝐚𝐫𝐨.- Dijo la albina para después acariciar a aquel canino que tanto la calmaba.
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