Capitulo 2: Los hurgadores

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Vida sabía lo que se avecinaba. Lo sentía como cada vez en que su padre pasaba sus manos callosas por su cuerpo cuando creía que su madre no miraba. Tragó saliva e intento encogerse todavía más sobre su manta con la mano temblorosa sobre el filo. Se acercaban. No tenía la necesidad de tener un buen oído para saberlo, aunque muy a su pesar lo tenía. Escuchaba los pasos arrastrados. Los murmullos. El seco jaleo de las palas y picos al golpear la tierra. Los latidos de su corazón. El aliento fétido y exaltado de sus perpetradores. El tiempo se le terminaba y sólo tenía dos opciones: luchar o morir. Los hurgadores no perdonarían su vida ni la de nadie. Vida se enjugó el sudor de la frente. La temperatura había descendido durante el paso del día, pero se sentía como si las llamas del sol lamieran su pálida piel. Tik. Tik. Tik. El suave golpeteó del cuchillo sobre el suelo le marcaba el fin, tal como los hurgadores lo marcaban para todos, porque no necesitaban ser quién masacraban a las personas para ser temidos. Su sola presencia daba inicio al festín. Ellos elegían y arrebataban a las personas de sus hogares para ser llevados con vida hasta los desolladores, quién se encargaba de asesinar, lavar y despellejar para continuar con los pozoleros quién darían el trato a la carne que finalmente terminaría en el intercambio. Así se había nombrado a la nueva moneda de cambio y cualquiera que fuera capaz de pagar el precio podía estar en el. Herramientas, carne sin procesar, tierna o adulta, o el fondo. No había limites para pertenecer al fondo, ni reglas, porque el único permiso que podrías tener sería el temor propio a Dios al tener que cortarte un pedazo de sí mismo para ingresar en el. Sangre por sangre. Carne por carne. Sin embargo, era demasiado barato. Cuantas más veces agregaras carne a tu fondo, mayor valor perdía tu propia vida y eso era malo porque, sin importar la vulnerabilidad ante las enfermedades que pudieras padecer, siempre habría algo peor.

—A nadie le gusta la carne amarga— sentenció alguna vez Franco.

Su madre con el cuchillo en mano y gruño, como cada vez que la tenía acorralada en la esquina temblando en piel y huesos. Vida nunca sabía que pasaría con ella después del gruñido. Sabía que le inspiraba asco a la mujer, pero al verla a los ojos, un grito se atascó en su garganta con tal fuerza que sintió la orina escurrirse entre sus piernas empapando el piso. Tik. Tik. Tik.

—Nadie se dará cuenta—la observo con asco. Sus ojos grises brillaban con desesperación—. Sólo serán unos cuantos dedos, tal vez la mano izquierda. No la necesitará. Es una inútil.

Su padre asintió, de acuerdo, como cada vez en que su madre decidía intercambiarla.

— Tienes razón, pero me niego. Hacer uso de su carne a tales alturas sólo nos daría problemas. Piénsalo—la señaló—, le cortas la mano y luego, ¿qué? Eso no vale para tanta carne, además llamaría demasiado la atención y eso es peligroso. ¿Recuerdas a los Fray? Si no tenemos cuidado podríamos acabar como ellos.

Su madre suspiro, sin apartar su mirada sobre ella. Vida sentía su cuerpo escuálido chocar entre el finito blando y helado de la pared. El aire frío del atardecer se impregnaba con mayor fuerza en donde había corrido la orina.

— Entonces, ¿qué sugieres?

— Sugiero que la guardemos para emergencias. Todavía tenemos carne seca y unos cuantos chorizos. —Franco arrugó el ceño, harto—Piénsalo, mujer, la criatura nos vale más entera que en partes.

La mujer gruño por ultima vez antes de girar sobre sus talones e irse, quedando sola con su padre que no aparto la mirada de la mujer hasta que estuvo fuera de su vista para regresar a ella. Aún en día, cuando Vida cerraba sus ojos por la noche, su mente regresaba aquel lugar. A la esquina. Cuando aprendió que a veces no se necesitaban los dientes para arrancar y devorar porque, cuando su padre poso su mirada sobre su cuerpo, Vida fue capaz de encontrarse en el matadero entre los demás cuerpos que rogaban por su vida. Así fue como concluyó todo, cuando los hurgadores se repartían entre los limites de lo que en algún momento había sido su hogar y su calvario; luchar o morir.

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