VII Cuento: Chirriante verdad

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Y recuerda:
Solo vendrá si tú le provocas
o si lo invocas...

Sus labios se posaron en mi piel. Los sentí fríos e inquebrantables. Estaban entreabiertos, y mandaron un sinfín de alertas a todas las partes de mi cuerpo, con un temblor estremeciéndome. Él sonreía, su aliento chocaba contra mi sensible cuello. Su lengua comenzó a tantear, probando y saboreando, conquistando aquí y allá, como un pirata en aguas turbulentas. Ansioso, desesperado, acarició con sus dientes mi piel mojada, y un escalofrío recorrió toda mi espina dorsal, secándome la garganta.
—Eres presa de tus errores, nadie te obligó a doblegarte —susurró, con la voz ronca.
Aquella afirmación retumbó por la sala, y se coló por mis pulmones, arrancándome la sosegada respiración. Un sudor gélido me besó la frente, y mis ojos se empañaron.
Esperé hasta que tuviese la suficiente confianza, como para hundir sus colmillos en mi yugular, y ataqué, con un hilo de voz:
—¿Por qué le hacen pasar por malo a la víctima? —Tragué duro, la sangre sin poder llegarme a la cabeza—. ¿Por qué tengo que pagar yo por mis aflicciones?
Él se detuvo abruptamente, a medio camino de morderme, borrando la sonrisa de sus labios rojos e hinchados, y dijo alto y claro:
—Porque él es el asesino, pero tú, aún sabiendo todo, lo dejaste pasar, y utilizas la excusa de que fue por amor, para justificarte, ¿no es peor el cómplice, que es capaz de buscar ayuda, que el que ejecuta una acción sin miedo a las consecuencias? Él es el monstruo, pero tú, su marioneta.
La sangre, caliente y espesa, corrió angustiada, queriendo huir de aquella escena grotesca.
Con espasmos, finalmente, cerré los ojos. Sumiéndome en una volátil y dolorosa serenidad.

Una criatura extraña,
una amante desquiciada,
y un hombre agazapado en la oscuridad.

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