Un plato de caldo insípido y un mendrugo de pan son el único alimento que se da a la hora de la cena en la posición de Sidi Ahmed el Hach. No hay distinción entre soldados, suboficiales y oficiales; todos la misma comida y en la misma cantidad. En silencio, una veintena de soldados hacen cola enfrente de la tienda de campaña donde se reparte el rancho. Todos y cada uno de ellos llevan el plato de campaña en la mano y se relamen por probar, aunque sea una miguilla de pan. El cocinero es un hombre grande, vestido con un gran mandil y la guerrera reglamentaria desabotonada; no habla con nadie que se le acerca, simplemente agarra su cuchara y echa parte del brebaje en cada uno de los platos de campaña que le muestran.
El capitán Guiloche mira sin mucho entusiasmo la poca comida que le toca por barba. En bajo, maldice la guerra a los moros que la producen. Si estuviera yo en mi Mentrida, afirma, desanimado. Podría comer lo que quisiese y no pasar hambre. En silencio, el oficial remueve varias veces con la cuchara el caldo, y luego, le incorpora el mendrugo de pan para darle sabor y llenar más el estómago. Tras mucho remover, Guiloche hunde el metal en el brebaje y acto seguido se lo lleva a la boca. Es agua, determina. Agua con sal y pimienta. Sin embargo, tampoco hay mucho donde escoger; las buenas provisiones hace tiempo que no las traen y las columnas desde Melilla ya no llegan hasta allí, por lo que tienen que valerse de los ingenios del cocinero y de las pocas verduras y vísceras que aún conservan para hacer los caldos.
Después de mucho pelear, Guiloche acaba su rancho y guarda el plato de campaña entre sus pertrechos. En silencio, se queda mirando el panorama que existe dentro de la posición de artillería; la mayoría de soldados se encuentran desarmados e indefensos mientras comen la cena; asimismo, un pequeño grupo de guardias vigila el perímetro del campamento y las dos baterías de artillería que tiene el blocao para su defensa.
―Estás muy callado, Enrique ―dice una voz a sus espaldas.
El oficial se gira, sobresaltado. El que le habla es un hombre mediado, de barba poblada, nariz gruesa y lentes redondas. A su vez, éste lleva el uniforme de campaña impoluto, sin mancha alguna de pólvora o grasa, y el sombrero bien puesto sobre la cabeza.
―¡A la orden, mi comandante! ―se cuadra el capitán tras levantarse.
―Descanse, hombre ―le contesta el otro oficial―. ¿Está bueno el rancho?
―Como siempre, mi comandante. Sin sabor y repetitivo.
―Habrá que cambiar el menú, entonces.
―Eso será cuando en Melilla tomen buenas decisiones, mi comandante.
―Entonces nunca.
Guiloche pasea al amparo de la oscuridad haciendo revista a los pocos hombres que vigilan el perímetro del blocao. Últimamente los moros están mucho más activos que de costumbre y es bueno extremar las precauciones. No fuese a ser. La mayoría de los artilleros que se encuentra son jóvenes de corta edad, entre los diecisiete y los veinte años, ninguno pasa de ahí; muchos, por lo que se ve, ni siquiera se afeitan. Sereno y silbando, camina hasta la batería de montaña que se encuentra en uno de los lados del blocao; sus cañones apuntan a la planicie que se abre enfrente de ellos.
―Sin moros en la costa, mi capitán- dice, de pronto, un soldado a sus espaldas.
―Por ahora ―contesta Guiloche con la vista fija en la explanada―. Los muy bastardos atacan cuando menos te lo esperas.
―Pues habrá que estar preparados- dice el soldado.
―Habrá ―repite Guiloche―. Y ahora vuelva a su puesto, no estamos para perder hombres por nimiedades.
El soldado asiente y se marcha de inmediato. El capitán lo ve esfumarse entre las barricadas de dentro del campamento. Es un crío, dice para sí. Todos lo son. En medio de la noche, Guiloche camina alejándose de los cañones de la batería para internarse en el conjunto de tiendas de campaña que hay en el centro del blocao. La única que tiene luz es la del comandante Royo. Una lámpara ilumina el interior y proyecta sombras sobre la tela de ésta. Desde fuera, el oficial observa como su superior examina unos planos que tiene sobre la mesa mientras fuma tabaco en una pipa. Al principio, Guiloche suelta una pequeña carcajada, pero luego, su cara es de completo temor. Decidido, el capitán se acerca a la tienda del comandante, y una vez en la puerta, pide permiso para entrar. Royo se lo da y éste entra.
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Relatos del Rift
Short StoryLa intrahistoria, el conjunto de anécdotas y vivencias anónimas que, aunque desconocidas en su mayoría y perdidas con el paso del tiempo, tejen la Historia tal y como la conocemos. Relatos del Rift no es una novela al uso, sino un conjunto de relato...