Ocurrió a mediados de noviembre. Lo recuerdo porque se acercaba mi cumpleaños, y cumplir veinte me parecía todo un hito en mi vida. Como si me resistiera a dejar atrás las costumbres de una adolescente, invité a unas amigas a cenar y a ver una peli con palomitas. Eran dos hermanas, amigas del instituto con las que me llevaba muy bien, a pesar de que nuestros gustos eran distintos. Por ejemplo, tuvimos problemas para elegir la película de esa noche, yo quería algo de miedo, y ellas no. Al final, como también vino el novio de una de ellas, nos quedamos en tablas, y elegimos una película de fantasmas muy suave. Para todos los públicos diría yo.
Cuando la película acabó, una de ellas, Ana, se giró hacia mí y me preguntó, no sin cierto retintín: "¿Cómo puede ser que te gusten estas cosas de miedo, si tú dices que no crees en nada?". La pregunta no me extrañó. Yo soy, era y siempre he sido muy escéptica respecto a todo lo sobrenatural.
De hecho, unas semanas antes, habíamos tenido una discusión sobre los viajes astrales. Ellas afirmaban que hacían viajes astrales de noche. Yo, con una ceja enarcada hasta casi el nacimiento del pelo, las miraba entrecerrando los ojos y con el ceño fruncido. Intenté argumentar (repitiendo como un loro, eso sí, lo que había oído en casa) que todos esos fenómenos son percepciones subjetivas que tenemos durante las diferentes fases de sueño. Bueno, es posible que lo dijera de forma menos rebuscada, pero dije algo parecido.
La otra hermana, Marta, me respondió desafiante: "Bueno, Julia, pues si no crees en estas cosas... ¿por qué no jugamos a la ouija y nos demuestras que nada de eso existe?". Yo me reí. "Como queráis -le respondí-, pero ¿no os parece que somos demasiado mayores para perder así el tiempo". Ana recogió inmediatamente el testigo de su hermana y siguió insistiéndome para que demostrara que mi actitud descreída no era pura fachada; me giré hacia el novio de esta, y vi que me miraba expectante y con una media sonrisa. Me di cuenta de que estaba acorralada. Tocaba jugar a la ouija.
Preparé un tablero improvisado sobre una hoja de papel. "Buf, no hacía esto desde los 14 años", les dije en un último y vano intento de que se dieran cuenta de la tontería que estaban forzando.Continué dibujando las letras, los números, el "Sí" y el "No"; el "Hola" y el "Adiós". Cogimos un vaso de chupito. Para darle mayor dramatismo apagué todas las luces de la casa menos una. Y encendí unas velas. ¿Querían miedo? No sabían con quién se habían metido.
La gata dormía tranquila en el sofá. Y nos ignoraba completamente. Nos sentamos en torno a la mesita baja del salón de mis padres y les dije que pusieran todos un dedo sobre el vaso de chupito que había improvisado como medio para conectar con los espíritus. Me parecía apropiado utilizar el mismo receptáculo para el orujo y para conectar con los muertos.
Procuré adoptar un gesto serio y les dije: "¿Quién quiere empezar?". Me pareció notar algo de nerviosismo en sus caras. Como nadie hablaba, empecé yo, y en un tono que intentaba ser solemne, pero acabó sonando burlón dije: "¿Hay alguien aquí que quiera ponerse en contacto con nosotros?". Como suponía, el vaso no se movió.
Esperamos. Y repetí: "¿Hay algún espíritu aquí que quiera ponerse en contacto con nosotros?". El vasito se movió ligeramente, ante lo que las chicas dieron un respingo. Yo las miré con cierta exasperación. Era evidente que el más mínimo temblor podía mover así el vaso. Con el dedo todavía sobre él, les dije que si querían dejarlo, pero respondieron negando .con la cabeza. "Está bien, pregunto una tercera vez y dejamos la ton..."Y, entonces, algo cambió. No sé explicar muy bien qué fue. Instintivamente miré hacia atrás, me parecía que alguien había entrado en casa, y lo primero que se me ocurrió era que mis padres habían vuelto antes. Me fijé en que la gata también se había despertado. Cuando volví a mirar al vaso, este empezó a moverse hacia el "Hola".