XII

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Camp Alderson a veces parecía tener vida. Un leviatán que devoraba las almas que el diablo le proporcionaba y que rugía de gusto al ser bañado en sangre, Lisa no odiaba Camp Alderson; era su pequeña mascota.

—Hmmm.— Tarareó Lisa entre sueños al sentir un frío contacto en la piel de su cuello.

Se removió, abriendo sus ojos perezosamente mientras con su mano bajó las mantas y tiró del pequeño cuerpo de su cordera para que se apegara más a ella. La nariz de Jennie, sonrosada en su punta y helada debido a la crueldad de la estación, había sido la causante de la privación de su sueño. Ya habían devuelto el suministro de luz por lo que en cualquier momento sonaría la irritante alarma a través de las bocinas de la prisión. Se pasó una mano por el rostro, restregando sus pestañas para eliminar los restos de sueño que persistían en ella, bufó y se aclaró la garganta, sopesando la urgente necesidad de un sorbo de agua para aplacar la sequía en sus cuerdas vocales. Quizá no debería haber gritado tanto la noche anterior, y todo porque a su cordera rebelde le había dado porque Lisa andaba lamiendo a otras putas. El problema real era que Jennie aún tenía dolores persistentes en su caja toráxica debido a la lenta recuperación de sus costillas y ni hablar de su muñeca que aún permanecía inmovilizada. El ambiente de Camp Alderson no era el más indicado para una paciente en recuperación y Lisa no iba a malditamente arriesgarse, no quería terminar con sus dedos ensartados en un saco de huesos rotos y lágrimas. Eso jodía a Lisa porque sí, debería haber hecho las cosas que su compañera de celda le reclamaba, dejar de ser una puta amariconada y follarse a otra para sacar la calentura de su sistema, pero no lo había hecho ¿Por qué? porque Jennie estaba jodiéndole los sesos, tan simple como eso. Salió de la cama con cuidado, el frío ya era algo aclimatado en ella, por lo que las bajas temperaturas no la afectaban como a las más nuevas. Esa mañana en particular su estómago gruñía por la falta de alimentos, tomó una de las rebanadas de pan que Jennie tan cuidadosamente racionaba y se la llevó a la boca, de pie y con sus ojos fijos en aquel pequeño bulto durmiente.

—Jennie.— Quiso despertarla.

—Hmm.— Jennie gruñó en respuesta y siguió durmiendo.

Estaba condenadamente enojada con la mocosa, por su culpa había terminado botando su bandeja con comida y yéndose a dormir con el estómago vacío. Lo mínimo que podía hacer esa cordera desagradecida era prepararle un desayuno decente.

—Pequeña mierdecilla insolente.— Bufó.

Se acercó y corrió las mantas de la cama, provocando que la doctora se encogiera al sentir el frío colándose por sus ropas. La vio abrir los ojos, todavía levemente hinchados por las lágrimas que derramó en la discusión de la noche anterior.

—¿Qué ocurre?.— Preguntó con su dulce voz suave, esa que hacía hervir la sangre de Lisa.

—Ocurre que estoy endemoniadamente hambrienta y como es tu culpa, o me preparas algo de comer o te juro que tendrás dos nuevas costillas rotas para presumir.— Y supo que sus amenazas no estaban dando resultado cuando Jennie rodó los ojos y estiró los brazos en busca de un beso caprichoso.—Tú lo que eres, es una puta mierda sinvergüenza.

Se inclinó y con una rodilla sobre la cama, apoyada con ambas manos sobre el colchón, guió sus labios a los de Jennie y los movió en un beso suave y ligero. Abrió los ojos al sentir cómo Jennie sonreía en el beso.

—Hola.— Susurró en un suspiró la pediatra, picoteando una vez más los labios de Lisa.

—Aún no perdono tu escándalo de anoche. Se apartó y fue en busca de un vaso de agua.

—Me duele la cabeza, mucho.— Lloriqueó la castaña llevándose ambas manos a la frente con un amago de dolor, su entrecejo fruncido y sus labios en un rictus acerbo.

Prisionera | JenlisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora