Rotura

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Desde aquel día la tos no hacía más que aumentar, lo había dejado en el suelo harto, cansado. Melancólico.

Mukago, como siempre, estaba junto a él apoyándolo, recostada y hecha bolita a la altura de su pecho, sus suaves suspiros le despeinaban los rebeldes flequillos de su frente.

Para no molestarla, decidió apartarse sin emitir ruido alguno, aunque lo logró nuevamente el horrible sonido gluteal regresó.

Con pánico corrió hasta su cocina a conseguir un vaso de leche tibia, tal como Rengoku le había ofrecido hacía dos días. Y qué luego de ello, no ha vuelto a ver.

La vergüenza de ser visto tan vulnerable le carcome el orgullo, sobretodo a su dignidad luchadora y fuerte que se ha mantenido intacta desde... Bueno, no hace mucho, antes de que Rengoku volviera a ver sus reacciones por la enfermedad.

Suspiró una vez que la leche volvía a surtir efecto, regresó al lado de la akita, abrazándola y acomodandola en su pecho, esta vez, encima de él para sentirla más de cerca y que todo estaría bien.

—Todo está bien, todo está bien. —se repitió.

Por una o por otra razón, tenía que ser fuerte, aún más cuando los muchachos en la escuela lo golpeaban por tener rasgos femeninos, aún más cuando solo estuvo él presente en su graduación y nadie le aplaudió, aún más cuando solo se tiene a él mismo en estos momentos.

Cuando las horas pasaron y verificó que aquella tos no regresaría fue que caminó con cansancio al baño. Estaba tan paranoico con tener un ataque que no se atrevió a separarse de la akita, en dos días.

El agua le sirvió, relajó su cuerpo y mente para que pudiera comer con tranquilidad. Solo cuando empezó a colocar el aceite, nuevamente apareció el ataque.

Se oía perfectamente que estaba gastando la garganta por el horrible sonido que provocaba. Cuando fue a buscar la leche un extraño sonido contra el suelo le heló la sangre.

Conocía ese sonido, lo reconocía incluso con los ojos cerrados. El sonido de la sangre cayendo en el suelo.

Solo fueron unas gotas, minúsculas, casi sin importancia. Pero bastaron esas gotitas para dejarle en claro que ya no quedaba tanto tiempo de vida. Mucho menos ahora que la garganta estaba pegando a ceder.

—No, no, no, no.

Sin quererlo, las lágrimas comenzaron a estorbarle la vista, entorpecía su búsqueda de la maldita leche que había colocado en un lugar distinto del refrigerador. Al no hallarla solo corrió hasta Mukago y la arropó en sus brazos.

Comenzó a acariciarle la cabeza, aguantando sus jadeos para no dejarse oír. Si Rengoku lo escuchaba llorar, sería más vergonzoso verlo a los ojos.

Mukago, desorientada por el rápido abrazo, solo se acomodó mejor para darle lamidas en su mejilla y oído, moviendo la cola con alegría.

De no ser por esas reacciones, Hakuji estaba seguro que podría aguantar mejor su llanto. Pero no. Ya no.

Dejó salir todo, tratando de no colocar demasiada fuerza en sus brazos para no lastimar a su compañera, su voz, rota y desgastada dejaba salir todo el dolor que soportaba su corazón.

No quería ver el final, no cuando aún le quedaban muchas cosas por explorar con Mukago. Les faltaba viajar a Tokio, visitar el templo en año nuevo, alimentar a los venados, visitar Akihabara. Comer en un restaurante famoso de por ahí.

No está listo para despedirse.

Por si fuera poco, su puerta comenzó a tener insistes ruidos que, obviamente, se realizaban al ser golpeada.

—¡Soyama-san! ¡Soyama-san! ¡Abre, por favor!

Rengoku.

¿Por qué siempre llega cuando no lo quiere ver? ¿Tendrá algún maldito nervio o don que le permita saber cuándo está tan mal?

—¡Vete!

Su voz salió aspera. Rota.

—¡No puedo dejarte así! ¡Por favor, abre, quiero ayudarte!

—¡Que te largues!

Eso fue lo último, ya no podía gritar más. Su garganta ya no podía, estaba cansada. Solo pudo encontrar paz cuando la puerta quedó en silencio. No escuchó pasos, respiraciones o ruidos.

Solo silencio.

Le dio un indicio que quizá Rengoku se haya rendido e ido a casa. No quería verlo, no cuando su espíritu estaba por los suelos y su cuerpo igual de roto que su alma.

La vida se le iba de las manos cuál arena y no podía hacer nada. Al menos ya no.

Y, debía conocer mejor a Rengoku como para pensar que él no se rinde fácilmente. La puerta fue abierta con un click. Lo siguiente que vio fue a su vecino colocarse de pie y tener el cabello suelto.

Desde que lo conoció, siempre lo llevaba sujetado en una coleta baja, ahora este caía rebelde por sus hombros y frente.

Corrió hasta él, lo tomó de la muñeca y lo jaló.

—Vayamos al médico, deprisa.

¿Por qué?

¿Por qué Regoku siempre tenía que ser el único espectador de su desastre? ¿Por qué el destino quería verlos juntos? ¿Por qué tenía que tenerlo ahí para él?

¿Y por qué se siente tan aliviado de verlo?

Se soltó del agarre solo para acomodar mejor a su perrita, quién, por error, se había colado en la situación.

—Tengo un médico de confianza.

Hakuji se limpió las lágrimas, sus ojos quedaron un poco rojos por la fricción de la tela en su piel, pero escondía a la perfección su hinchazón por el llanto.

Rengoku, quién conservaba una mirada llena en determinación, relajó sus facciones y le sonrió.

—Vayamos a ese entonces.

Asintió, guiándolo por el camino hasta el doctor. Revisó su reloj de muñeca, eran las cuatro, probablemente no llegarían a tiempo con él, pero Hakuji podría convencerlo de uno u otro modo para su cooperación.

Cuando subieron al autobús, el chófer, quién conocía a Hakuji, reconocía su mirada desgastada y ánimos por los suelos.

—Intentaré ir rápido, hijo.

—No se apresure, convenceré a ese maldito con un pacto con algún demonio de ser posible.

El chófer rió.

—Bueno, me contarás si pudiste.

Hakuji le devolvió el gesto.

—Claro que sí.

Rengoku se mantuvo tranquilo en todo el viaje, y sonreía ligeramente. De vez en vez, Hakuji lo miraba de reojo al verlo tan apacible, a lo mejor se encontraba tan tranquilo al escucharlo reír.

El anciano chófer le alegraba los viajes a la ciudad, contaba sus anécdotas y chistes raros que oía en la central, también daba comentarios como el anterior para levantarle un poco el espíritu.

Vio por la ventana, buscando las palabras necesarias para agradecerle el gesto de acompañarlo hasta el médico. No considera que invitarlo a comer sea suficiente para demostrarle su gratitud.

—Gracias—susurró.

Rengoku lo miró con sorpresa, para luego volverle a sonreír.

—No son necesarias, me conformo con unos tazones de arroz.

Bueno, parece ser que sí puede.

—Te haré los que gustes a partir de ahora.

Rengoku lo vio lleno de emoción.

—¡Gracias

Su Nombre Es Kyojuro Rengoku {AkaKyo}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora