Capítulo 3

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 CAPÍTULO 3

—Vale, por favor...

Grace seguía atenta, pero se tomó la molestia de mirar la caja del juego y no encontró nada fuera de lugar en ella.

—Pero mira a Castillo aquí...

—Vale...

—¿Grace, estás ciega? Blake tenía que estar en el juego, no él.

Hice hincapié en señalar a Castillo y no me concentré en nada más que en mi necesidad de que Grace me comprendiera. Hasta que, de momento, un estruendo fuerte, no solo hizo que me enderezara, también lo logró con el grupo entero.

No hizo falta que el profesor pronunciara palabra alguna, porque solo con ver su puño clavado en el pizarrón supe que tenía que mantener la calma.

Si este tipo se trataba del mismo Thomas Blake que conocía muy bien, sabía que hacerlo enojar no era una buena idea, pues bajo su pulcra apariencia se escondía mucho más que un educador.

El Thomas Blake que yo conocía era un hombre turbio. Mientras a algunos les daba problemas matemáticos, "ayudaba" a otros a escapar de los suyos con sustancias que no eran del todo legales. Un asunto bastante serio que por años había intentado ocultar a toda costa, sin importar las consecuencias. A eso, se le sumaba un grave problema de ira, y un carácter casi obsesivo con los detalles, lo que en el juego se resumía en un romance intenso, tóxico y capaz de hacer que te dejes llevar por tus más bajos instintos.

Podría ser cautivador en la ficción, pero en la vida real era abrumador. No solo por Blake en cuestión, sino porque tampoco debería estar en mi clase de álgebra.

Necesitada de aire, devolví el juego a mi bolso y decidí que lo más sensato era salir de allí para poder procesar todo.

—Discúlpeme, es que no me siento bien —advertí, y de inmediato me arrepentí de mis palabras al ver la expresión de aquel hombre. Pero de todos modos seguí de largo y escapé del salón.

Me aferré de los tirantes de mi mochila mientras hablaba sola, preguntándome cómo pasó lo que pasó:

—Algo se tiene que haber activado con el apagón... ¡Pero es que no hace sentido! ¿Y si Mila terminó teniendo la razón y ya me volví loca?

Miraba a mi alrededor y todo lucía tan normal como siempre, lo que hacía que fuera mucho más preocupante. Más aún cuando regresé a la tienda con la esperanza de dar con Carlos y chocar con la fantasía de frente una vez más.

La muchacha del turno de la mañana ya no estaba, pero sí se encontraba el supuesto Zander.

—Hola de nuevo.

Volví a apretar la mochila cuando escuché su voz. Estaba en pánico y con buenas razones.

Ante su mirada no dejaba de actuar como una demente, pero Zander se limitó a sonreír.

—¿Buscas algo en particular? —preguntó muy cortés y se recostó del mostrador.

—Más bien, busco a alguien... Busco a Carlos.

Zander sonrió y se movió hasta la computadora que estaba junto a la caja registradora.

—No lo tengo disponible en tienda, pero podríamos ordenarte un Carlos y podría llegarte en alrededor de una semana —dijo en tono de broma mientras fingía teclear. Cuando notó que no me reí y que, en cambio, mis ojos se aguaron, cambió el semblante—. Lo siento, pero aquí no trabaja ningún Carlos.

Aterrada, y sin ser aún capaz de procesar lo que pasaba, asentí, antes de darme la vuelta.

—Discúlpame, no me hagas caso. Gracias —le dije con apenas un hilo de voz.

—¿Estás bien? —preguntó Zander y yo no pude responderle, solo tuve fuerzas para irme casi de forma automática por aquella puerta.

—¡Oye, tú, muchacha! —le escuché decir, incluso mucho después de haber salido de la tienda, pero el terror que me provocaba la situación me hacía solo querer escapar de él.

—Vale, tienes que tomártelo con calma —hablé para mis adentros—. ¡Esto debe ser uno de esos sueños vívidos, no hay otra explicación!—. Eso es, claro que sí —repetí una y otra vez de camino al apartamento, donde pensé que, en mi estado mental, sería el lugar más seguro. Sin embargo, cuando estaba a pocos metros de los apartamentos para estudiantes, paré en seco con el rugido de una detonación. Seguido de otra, y otra.

Las personas cercanas al edificio tomaron diferentes caminos, como un enjambre de abejas tras ser alborotado. Algunos encontraron dónde cubrirse, otros se lanzaron a correr, y yo busqué ir en dirección al complejo, corriendo tan rápido como fui capaz. Pero las detonaciones no se detenían, y lo peor era que el objetivo que buscaban alcanzar esas balas, corrió directo hacia mí y me hizo caer con él.

Rápido, el hombre se levantó y me agarró del brazo para hacer que también me parara.

—Ven conmigo si quieres vivir —advirtió y tiró de mí, sin siquiera darme la oportunidad de decidir.

Ni siquiera teníamos tiempo para pensar o para una presentación adecuada. Por mera casualidad, tuve que sacar fuerzas para poder seguir el paso de un hombre que apenas había logrado ver.

—¿Qué diablos está pasando? —grité, pero él no respondió, porque iba más concentrado en esquivar obstáculos y en protegerme de ellos al mismo tiempo.

Los ruidos continuaron, insistentes, amenazando lastimarnos en cualquier momento. Nosotros, aún tomados de la mano, no pretendíamos detener, pero las balas no tenían fin y nuestras fuerzas comenzaron a mermar. Lo que provocó que al bajar la velocidad, uno de los proyectiles lograse su cometido, alcanzarnos.

El hombre que iba conmigo tropezó, al mismo tiempo que una sensación cálida se apoderó de mi hombro izquierdo. Y aunque el ruido de las balas no se detuvo, mi acompañante tampoco lo hizo. Sujetó fuerte mi brazo y me hizo girar con él para adentrarnos por el primer callejón que vimos en el camino.

El tiroteo no se detuvo, pero las detonaciones comenzaron a escucharse desde la dirección opuesta, hasta que terminaron y el hombre que me había estado acompañando se colocó frente a mí.

Mi espalda chocó contra una pared y el chico se colocó frente a mí.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Estás herida.

Cuando por fin pude verlo la cara, llegué a la conclusión de que no, no estaba bien, seguía alucinando. El hombre de cabello rubio y ojos claros que me observaba preocupado, también me resultó conocido.

—¿Dante...? —pronuncié, al mismo tiempo que miré mi hombro, encontrándome con que en efecto sí, en medio de esta locura, me habían herido y el dolor que comencé a sentir era prueba suficiente de que ya nada podía ser un sueño.

Y en la realidad, yo no era como las chicas de los videojuegos. Aunque la herida ni siquiera era profunda, al ver mi brazo repleto de sangre, sentí náuseas y, poco a poco, me fui tornando más débil, hasta que no pude más y terminé perdiendo el conocimiento. 

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