ℭ𝔞𝔭í𝔱𝔲𝔩𝔬 1: 𝔈𝔩 ℭ𝔬𝔪𝔦𝔢𝔫𝔷𝔬

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"¿Sabíais que existe una hierba capaz de medrar en el seno de un volcán?"

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En los yermos más desolados que la mente humana jamás haya podido concebir, emergía una Tierra sombría envuelta en el velo más oscuro, en el seno de un volcán malévolo. Una urbe maligna, envuelta en densas brumas tenebrosas y colmada de una energía siniestra. Oldevorth es la tierra de la cual nadie se atreve a pronunciar palabra y de la cual nadie ha regresado sin sufrir cambios irremediables. En su corazón, un castillo de aspecto horrendo, con su piedra más negra y su arquitectura cortante, perteneciente a un rey tan poderoso como temido es su nombre. En el interior de este mismo castillo se erigía una torre cuya altura se adentraba en las entrañas de la tierra.

En los más hondos reductos de aquella siniestra torre, resonaban los funestos sonidos de vastas cadenas herrumbrosas restregándose unas contra otras y contra el majestuoso suelo de ébano.

Allá donde no fluye el viento, donde los ojos no ven, donde la luz no halla refugio alguno, se encontraba retenido un joven varón. Su melena de corta longitud resplandecía con la más profunda oscuridad, sus suaves mechones ligeramente encrespados ondeaban al compás, acompañando el ritmo de sus tenues respiraciones. Su piel, de tono severo pero claro, sufría bajo el peso de las cicatrices que la marcaban. Su corpulento cuerpo se doblegaba al agudo sufrimiento, la parte superior desprovista de cualquier cobertura, exponiendo las ya mencionadas marcas y heridas. Ataviado en la más humilde tela que se pudiera imaginar en su parte inferior, temblaba. Con las gélidas cadenas que cercenaban su cuello, tobillos y muñecas despojándolo de la libertad, suspiró en solitario. Sin esperanza, asombro ni ilusión alguna en el devenir de sus días, ¿Cómo podría transcurrir el tiempo del que perdió la cuenta hace eones sino sumergiéndose a sí mismo en sus propios recuerdos y elusivos pensamientos?

Esa oración, una que había sido parte de sus ensueños desde tiempos que no podía recordar, merodeaba sin cesar su mente. Una pregunta formulada por una voz dulce, tibia y remota, difuminada en la distancia. Sin embargo, no podía evocar su origen. Ni quién la susurró, ni en dónde pudo haberla escuchado. Pero estaba muy consciente. Aquella oración había sido parte de su ser desde que el joven hombre aprendió a guardar su memoria.

¿En dónde podría haber sido? ¿Cómo es que sus oídos fueron capaces de captar semejante melodía? ¿Quién podría portar tal grado de bondad, compasión y pureza en sus palabras? ¿Quién podría ser portador de aquella dulce voz?

A menudo, el destino se deleitaba en causarle sufrimiento, burlándose de su persona. Así como si fuera una nueva jugarreta del mismo destino ensañándose con él, el ruidoso sonido de unas botas con armadura resonando contra el suelo lo sacaron de sus reflexiones. No pasaron muchos segundos más antes de que finalmente aparecieran; hombres ataviados en armaduras de hierro negro y cinturones de un cuero tan sombrío como parecía ser su alma. Mirándolo con desdén a través de los barrotes que lo separaban de la libertad, los hombres murmuraban maldiciones y burlas hacia el joven prisionero encadenado.

Suspiró. Hacía tiempo que había renunciado a defender su honor ante estas personas que no merecían su atención, ni la de cualquier otro ser viviente en esa condenada Tierra. Se había acostumbrado al trato áspero de guardias, reyes extranjeros e incluso esclavos hacia él. Simplemente se había tragado su dignidad, bajado la cabeza y esperado lo que creía que los había llevado hasta su presencia de nuevo: su próximo desayuno.

Ginura de FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora