Lunes de Agosto
Era una mañana tranquila. El mundo parecía envuelto en un abrazo de silencio, roto solo por el canto ocasional de algún pájaro y el susurro del viento que acariciaba las hojas, dejándolas caer con la gracia del otoño. La calma reinaba en aquel pequeño departamento, hasta que el débil sonido de una alarma comenzó a llenar el aire, anunciando el comienzo de un nuevo día.El sonido persistió por unos minutos antes de que el dueño del departamento, con movimientos pesados y cansados, la apagara. Se levantó lentamente, enfrentándose a la rutina diaria de prepararse para el trabajo. Desde la ventana, observó el paisaje matutino: la quietud de la calle, los coches que pasaban esporádicamente, y el constante murmullo del viento. Por un momento, se dejó llevar por sus pensamientos.
Recordó su infancia con una nostalgia dolorosa, esos días despreocupados cuando su mayor preocupación era el colegio. Anhelaba el tiempo en que el verano significaba jugar al aire libre con amigos y su madre cocinaba su comida favorita. Recordaba con cariño las navidades, llenas de alegría y magia. Si tan solo pudiera regresar a esos días sencillos y felices...
Condujo durante media hora, sumido en estos pensamientos melancólicos, hasta llegar a su trabajo. Saludó brevemente a las pocas personas presentes y se dirigió a su oficina. Aún era temprano, así que decidió salir a una cafetería cercana para desayunar algo rápido.
La cafetería estaba casi vacía, un lugar decorado con buen gusto, donde los pocos presentes se perdían en sus propios pensamientos o hablaban en susurros. Se acercó a la caja, sintiendo un pequeño alivio en la familiaridad de la rutina.
—Hola, buenos días —dijo con voz suave y tranquila, preparado para pedir su desayuno.
—Buenos días y bienvenido, señor. ¿Qué va a ordenar? —respondió el barista con amabilidad, listo para tomar su pedido.
Mientras esperaba su café, observó el entorno. Las conversaciones tenues y el ambiente sereno parecían un eco lejano de la vida que una vez tuvo. Reflexionó sobre su soledad, una compañía constante que lo había envuelto en una bruma de depresión. Sentía que su vida había perdido el color, que los días pasaban sin que nada cambiara realmente.
La soledad no era solo la ausencia de compañía, era un vacío que lo consumía lentamente. Cada día se levantaba con la esperanza de que algo, cualquier cosa, rompiera la monotonía. Pero los días seguían iguales, uno tras otro, sin un atisbo de cambio.
El sonido del barista llamándolo lo sacó de sus pensamientos. Recogió su café y se dirigió a una mesa cerca de la ventana. Desde allí, miró a la gente pasar, cada uno con sus propias historias, sus propios mundos. Se preguntó si alguno de ellos sentía la misma soledad que él, la misma desesperanza que lo envolvía como una manta pesada.
Tomó un sorbo de su café, dejando que el calor lo reconfortara brevemente. Sabía que debía encontrar una manera de romper ese ciclo.
Con el café en la mano y la mirada perdida en el paisaje urbano, se permitió divagar en sus pensamientos. Había una belleza tranquila en la monotonía de la ciudad, una especie de poesía oculta en los ritmos repetitivos de la vida diaria. Sin embargo, en su corazón, la sensación de aislamiento crecía con cada minuto que pasaba.
Al regresar a la oficina, el bullicio matutino había comenzado a llenarla. Los compañeros llegaban, intercambiando saludos y risas, compartiendo anécdotas del fin de semana. Aunque se esforzaba por participar, sentía que estaba mirando todo desde fuera, como si una barrera invisible lo separara de los demás. Sentado en su escritorio, se sumergió en el trabajo, usando las tareas como una distracción de su mente inquieta.