╰• 𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 5 •╯

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La mañana sorprendió a la pequeña y pacífica ciudad, emanando calidez desde lo más profundo de la tierra. Las palomas comenzaron con sus acostumbrados gorjeos y las calesas emitieron los primeros sonidos de tráfico. Las carrosas, que esa mañana muy temprano habían sido solicitadas para la gran casona de los Dalburick, atravesaron, con algo de dificultad, un pequeño y casi derruido puentecito que surcaba un pequeño riachuelo a punto de la extinción.


Las personas a los alrededores conversaban sobre el maravilloso y caluroso día que la naturaleza les obsequiaba, y que ellos admiraban agradecidos, sobre todo después de la terrible tormenta que había azotado la ciudad la noche anterior. Un evento inesperado e inexplicable para los doctos en la materia, pero que no consternaba a nadie.

Sobre ellos, los cielos nubosos permitían que una considerable ráfaga de luz solar los iluminase a todos, calentando las calesas de modo agradable.


Una vez dentro de la propiedad, un par de hombres fornidos y sudorosos tocaron la campanilla de la entrada, sorprendidos por la riqueza del jardín y la exquisita fachada con la que no habían esperado encontrarse esa madrugada, cuando les fue avisada la tarea que tenían para esos momentos.

—Sí que está enorme, ¿verdad? —comentó el más joven de ellos.

—Aunque algo alejada del pueblo. Un hecho que los dueños ni siquiera han notado, con toda seguridad. Ellos deben contar con calesas exquisitas y cómodas para visitar el centro, así que el camino hasta allá debe ser estupendo —dijo el otro.

—Claro, aunque es extraño que una familia tan acomodada decidiera hacer un hogar tan alejado de la metrópolis.

—Nada del otro mundo, seguramente el dueño de la casa es un viejo acostumbrado a la soledad.


Enseguida, un elegante mozo les abrió el imponente portón, entrecerrando los ojos al sentir el aguijón que la luz solar provocó en ellos. Dos pómulos prominentes se ensancharon al obsequiarles una media sonrisa.

—¿Sí, qué desean? Oh, son ustedes los peones —afirmó este.

—Así es, señor. Hemos traído a ocho de los nuestros, ¿cree que alcanzará?

—Son solo dos, así que creo que serán suficientes. Pasen, por favor. Mi señor ha hecho ya todos los papeleos necesarios y el cementerio aguarda. No habrá ningún cortejo fúnebre ni nada que se le parezca. Esos han sido los deseos de los difuntos...


Los hombres recorrieron estupefactos el enorme pasillo iluminado por la luz natural. El suelo estaba adornado con mosaicos que parecían centellar con cada paso que daban. De las paredes colgaban varios retratos de distintos tamaños y colores, mismos que no tuvieron reparo en admirar. Las pinturas eran magníficas, aunque los rostros pétreos le otorgaban al lugar un toque tétrico y sombrío pero muy utilizado en las casas de familias adineradas.


Poco tiempo después, los hombres salieron con dos ataúdes a cuestas.

—¿Y quiénes son los muertitos? —preguntó el anciano conductor que había esperado en una de las carretas.

—Un hombre y una mujer, muy jóvenes por cierto.

—¿Jóvenes? —Se interesó el hombre—. ¿De qué murieron? Estoy seguro que debido a un accidente.

—Pues el dueño dijo que se intoxicaron. Al parecer comieron un ciervo crudo, ¿puedes creerlo? —exclamó de modo exagerado el hombre que en esos instantes subía a la carroza, junto al viejo—. El sirviente dijo que intentaban hacer un sacrificio.

—Lo que hay que ver, pero si no eran más que unos jovenzuelos, estoy seguro de que las gitanas les pueblo tienen mucho que ver con esto —teorizó el viejo.

—En estos tiempos todo es posible.


Sin embargo, ambos hombres olvidaron el aparatoso acontecimiento pocos minutos después.

En su trabajo no era usual escandalizarse por ese tipo de cosas. Llevaban ya demasiado tiempo en el negocio de carrozas fúnebres como para que algo semejante los asustara. De modo que el viejo azotó el fuete contra la grupa del caballo y en un santiamén emprendieron discretos la marcha.


A lo lejos, desde la ventana principal de la grandiosa casona, un hombre canoso observaba la pequeña comitiva, sonriendo de modo siniestro tras la cortina que sujetaba con su mano avejentada y llena de manchas solares.

—Dulce e ingenua Evangeline —dijo a media voz—. Quizás debiste investigar un poco más lo que esa planta que me obligaste a tragar era capaz de hacerme. Al parecer solo me ayudó a fingir eficazmente mi muerte durante unas horas. —Observó sus manos al tiempo que una feroz carcajada brotaba de sus labios—. Pero creo que tanto tú como tu amiguito tendrán todo el tiempo y la paz suficientes para pensar en eso más tarde, cuando despierten de su muerte aparente. Entonces sabrán que nadie juega con Paris Dalburick.


Se alejó de la ventana sin dejar de sonreír, acercándose al enorme escritorio en el que solía pasarse horas enteras elaborando planes para poner en marcha sus constantes negocios. Pero cuando estaba a punto de tomar asiento y volver a la paz de su vida rutinaria, colmada de ocupaciones y transacciones varias, una huella de consternación se apoderó de todo su semblante.


Impaciente, corrió de nuevo hasta la enorme ventana, mirando con terror las carrozas que en esos instantes se alejaban con pesadez en la distancia, sin poder creer por un segundo lo que estaba sucediendo. Un par de lágrimas brotaron de sus ojos celestes cuando no pudo ver nada más que el polvo del camino.

—¡Mi hijo! —exclamó, llorando con amargura.




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