PRÓLOGO

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Jacob Collins sacudió la ceniza del cigarro y contempló el paisaje que se extendía más allá de la amplia ventana de su estudio. Tras pasar el día inmerso en las cuentas de su exitoso negocio, no existía nada que deseara más en aquel preciso momento que sostener en los brazos a su hijo recién nacido, pues hacía apenas cinco días que su amada y joven mujer le había otorgado un hijo varón y, por lo tanto, único heredero de la incontable fortuna familiar.

Elizabeth apoyó la cesta de costura sobre la mesita en cuanto escuchó los gritos intensos. La doncella la miró confundida cuando la joven colocó la labor sobre su regazo.

—Jonathan está llorando —anunció Elizabeth incorporándose con prisa.

—Mi señora, la casa está en silencio. No se oye ni el aire.

—Lo oigo claramente, Marie —contestó Elizabeth con desconfianza, irguiendo con orgullo el mentón.

La joven doncella bajó ligeramente la cabeza y enderezó la espalda.

—Por supuesto. Si lo desea puedo ir a calmarlo.

—Iré yo.

Elizabeth aligeró el paso conforme atravesaba el amplio vestíbulo. En el mismo momento en que su pie derecho alcanzó el primer peldaño de la gran escalinata, el llanto del bebé cesó al instante y la casa se sumió en un silencio sombrío e inquietante. Cuando recogió a su amado y tan ansiado hijo de la cuna y lo envolvió entre los brazos le extrañó encontrarlo profundamente dormido, pues apenas dos minutos antes había escuchado la intensidad y necesidad de su llamada. Notó tan frías sus diminutas manos cuando las agarró, que las besó y las estrechó entre las suyas. Ni siquiera la criatura respondió al maternal contacto cuando Elizabeth acarició con la yema la palma de su mano. Emitió un grito agudo y desgarrador cuando, ni balanceándolo entre los brazos con una celeridad creciente, logró que despertara.

Al instante, comenzaron a oírse pasos rápidos procedentes de todas las plantas de la casa.

—¡Jacob! ¡Marie! —Elizabeth volvió a depositarlo en la cuna y salió al pasillo—. ¡Llamar al doctor de inmediato!

Su marido no llegó a tiempo para sostenerla y, aferrándose al marco de la puerta, Elizabeth se dejó caer hasta quedar completamente tendida sobre el suelo.

—Eliza, por Dios. ¿Qué ocurre? —preguntó Jacob agitando suavemente sus hombros.

—Lo he oído llorar. Lo he oído y... —intentó explicar Elizabeth con la voz rota.

Marie la intentó levantar, pero su colosal esfuerzo resultó ser en vano, pues Elizabeth no disponía de las fuerzas necesarias para hacerlo.

—Marie, ¿podrías acompañar a Elizabeth? —sugirió el doctor en cuanto llegó—. Estoy seguro de que agradecerá uno de tus tés recién hechos.

—Por supuesto. —Marie se giró hacia ella—. Mi señora, ya ha oído la recomendación del doctor. Yo estaré siempre con usted. No debe preocuparse.

Elizabeth hundió el rostro en el grueso hombro de su doncella y se alejaron lentamente por el pasillo. El doctor estrechó con enorme aprecio la mano del vizconde.

—Doctor Bernard.

—Jacob.

—¡¿Por qué?! —quiso preguntar Jacob con la voz serena, pero le surgió en un susurro ahogado. Su mejor amigo lo abrazó.

—Lo siento tanto, querido amigo...

—¡Era lo que más deseábamos! —exclamó Jacob con rabia.

—Lo sé.

Eternas cicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora