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Había tomado un vuelo a Londres para alejarme un poco de mi naturaleza en Tokio. Posiblemente para reconstruirme como persona y olvidar a una parte demasiado frágil de mi: mi pasado.

Cuando subí, me senté donde me correspondía; junto a la venta. A mi lado, una señora leía con suma calma y me recordó a mi abuela, quién siempre estaba con un libro entre los huesudos dedos.

Entonces recordé cuando surcaba los cielos, mi primer amor. Un amor que para mí, era demasiado grande, no me cabía en el pecho, y aún con todo los años pasados, sigo apreciando y rememorando.

Su nombre era Hana. La vi por primera vez en la biblioteca de la preparatoria. Era una chica demasiado pequeña, con las mejillas rojas y regordetas, las manos demasiado pequeñas que parecían pétalos de flor de cerezo. Recuerdo vagamente que estábamos nosotras dos solas en el área de literatura barroca. Ella buscaba un libro que mi memoria no reproduce, pero lo buscaba con demasiada añoranza. Entonces intercambiamos un diálogo escueto, culpa de mi timidez, y ella se fue sin el libro, pero con una sonrisa. Su sonrisa era bonita, los dientes blancos y los labios rojizos. Me dijo que volvería a por el libro, y que deseaba enormemente encontrarme en la biblioteca.

Unos días después, nos volvimos a ver, y no fue en la biblioteca. Estaba sentada en la entrada, escuchando música. Me acerqué temblando, no sabía si de timidez o simplemente era mi cuerpo que respondía a su sola presencia. Yo me senté a su lado, y ella me saludó muy amable. Recuerdo que escuchamos música juntas, y se durmió en mi hombro. Tenía un olor muy suave, olía a flores pequeñas (como ella). También a chocolate. Su respiración era pausada, y soltaba pequeños balbuceos tiernos que se terminaban en el vapor de su boca. Sonreí ante la imagen, y pensé que, ella era demasiado para mi.

Cuando nos hicimos novias, me habló de que aún no tenía claro su sexualidad. Y lo entendí. Para ella, representaba esa pequeña reflexión de su vida en la víspera de un conocimiento profundo. Era su primera relación. Y dios, se desbordaba sobre mi pecho ese amor tan juvenil que sentía con ella. Rememoro con cariño nuestro primer beso, que fue bajo la lluvia. Ese día se había quedado en casa conmigo y juntas hicimos dulces por aburrimiento. Se había quedado hasta muy tarde, y para cuándo nos dimos cuenta, el sonido bello de la lluvia surcó nuestros oídos. Ella me comentó que la lluvia siempre era oportuna y que a pesar de su simbolismo como lamentos o tragedia, era hermosa a su forma. También me dijo que yo era su lluvia, y ella mi sol. Esa noche nos besamos como nunca, bajo el ambiente lluvioso. Cuando nuestro labios se unieron, todo sonido se esfumó y mi mente quedó más que en blanco. Sentía demasiadas emociones, una euforia inconmensurable, una calidez tan etérea. Sus manos pequeñas agarraban con fuerza mis mejillas, y mis medrosos dedos trazaban con cuidado líneas en su cintura. Fue así que me di cuenta que la amaba más que a nada.

Fue triste cuando por la distancia nos tuvimos que separar. Luego de 3 años de noviazgo, de risas, llantos, emociones y filosofías, me dio la noticia de que debía mudarse. Sus ojitos marrones y llenos de estrellas con inmensas galaxias me miraron aguados, su nariz roja por el llanto y su pelo desordenado determinaban una noche llena de lágrimas. Pero me tenía que mantener fuerte. Ella, mi Hana, lloraba en mi hombro y rogaba quedarse un tiempo más, pero el pitido del tren anunciaba una despedida dolorosa y de la cual nunca saldría. "¿Me vas a recordar?" Me preguntó mientras secaba sus lágrimas y se acomodaba las hebras que tapaban su vista. El nudo en mi garganta no me permitía hablar, así que solamente asentí y emití un lacónico sí. Ella me sonrió por última vez, aunque fue la sonrisa más dolorosa que haya visto. Me besó y su fue con el tren y mis recuerdos de una primavera amorosa y fugaz.

Ahora, luego de quince años de aquello, me sigo acordando de su voz aterciopelada y suave, de sus pequeños lunares, de sus gustos y disgustos como si fuera la primera vez. Eso me llena de melancolía, porque tal vez ella no me recuerde como yo lo hago.

Llegué a Londres en la madrugada. Hacia frío y el aeropuerto estaba más que desierto. Afuera la lluvia azotaba con fuerza las calles y distorsionaba el paisaje. Me senté en uno de los bancos disponibles, y me puse a escuchar alguna canción de los noventas para relajarme. Alguien se sentó a mi lado, resaltaba el vestido rosa y los detalles florales bordados a mano. Recistaba una canción viejisima, a veces callaba como queriendo recordar la lírica y volvía a la misma estrofa. Era gracioso escucharla. Yo seguí en lo mío, a veces observándola de reojo con curiosidad.

—La lluvia es linda ¿No lo crees? —me preguntó directamente. Al principio quedé anonadada. Esa voz, la había escuchado hace mucho tiempo. La madurez se percibía en su tono dulce, pero no dejaba de parecerme preciosa a mis oídos. La miré a los ojos, casi vítreos de la emoción y ella me sonrió, como hace muchos años. —Hola de nuevo Mioko.

Mis palabras no salían, un nudo extenso se atoraba en mi boca y mis pensamientos se evaporaron cuando ella, calmada, pronunció mi nombre. Seguía igual de bella, igual de pueril, igual de cándida. Reí ante el destino y la coincidencia tan extraña y prefecta. Ella río igualmente y los hoyuelos salieron a saludarme otra vez.

—Creo que debemos contarnos muchas cosas.

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⏰ Última actualización: Jun 13, 2023 ⏰

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