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Me llamo Carlos y soy un estudiante de medicina en la Universidad de Buenos Aires. Hace unos meses, tuve la oportunidad de conocer a uno de los profesores más prestigiosos y misteriosos de la facultad: el doctor Ricardo Sánchez. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto severo y distinguido, que impartía la asignatura de anatomía patológica. Su fama se debía tanto a sus brillantes conocimientos como a su extraña conducta: nunca salía de su despacho, que mantenía siempre cerrado con llave y con las ventanas tapadas; no recibía visitas ni llamadas; y sólo se comunicaba con los alumnos por correo electrónico o por medio de su secretaria, una mujer silenciosa y eficiente que le traía los informes y las muestras que necesitaba para sus investigaciones.

Un día, recibí un mensaje del doctor Sánchez en el que me invitaba a su despacho para hablar sobre un trabajo que había hecho para su asignatura. Me sorprendió mucho su interés por mí, ya que nunca había tenido contacto directo con él y sólo le había visto en algunas clases magistrales. Sin embargo, no pude rechazar su oferta, pues sentía una gran curiosidad por conocerle y aprender de él.

Llegué puntual a la cita y me dirigí al despacho del doctor Sánchez, que se encontraba al final de un largo pasillo en el tercer piso del edificio de la facultad. Toqué a la puerta y esperé unos segundos hasta que oí una voz ronca y apagada que me decía:

-Adelante.

Entré en el despacho y me quedé helado. No sólo por el frío intenso que reinaba en la habitación, sino también por el aspecto del doctor Sánchez. Estaba sentado detrás de un gran escritorio lleno de papeles, libros y frascos con líquidos y órganos conservados. Su rostro era pálido y arrugado, sus ojos eran hundidos y oscuros, sus labios eran finos y azulados, y su cabello era blanco y escaso. Parecía un cadáver vestido con un traje gris y una corbata negra.

Me saludó con un gesto de la mano y me indicó que me sentara en una silla frente a él. Luego me dijo:

-Gracias por venir, Carlos. He leído tu trabajo sobre las enfermedades degenerativas del sistema nervioso y me ha parecido muy interesante. Tienes una mente aguda y una pluma clara. ¿Te gustaría colaborar conmigo en un proyecto que estoy llevando a cabo?

Me quedé sin palabras. No podía creer que el doctor Sánchez me estuviera ofreciendo trabajar con él en uno de sus prestigiosos proyectos. Era una oportunidad única e irrepetible. Sin embargo, algo me inquietaba. ¿Qué clase de proyecto era? ¿Por qué me había elegido a mí? ¿Qué quería de mí?

Antes de que pudiera responderle, el doctor Sánchez continuó:

-Sé que te sorprende mi propuesta, pero te aseguro que no te arrepentirás si aceptas. Se trata de un estudio sobre los efectos del frío extremo en el organismo humano. Un estudio que podría revolucionar la medicina y la ciencia.

-¿El frío extremo? -pregunté con incredulidad.

-Sí, el frío extremo -repitió el doctor Sánchez-. El frío es la clave para preservar la vida. El frío ralentiza el metabolismo, reduce el consumo de oxígeno, previene la inflamación, inhibe el crecimiento bacteriano, retrasa el envejecimiento y la muerte celular. El frío es el secreto de la inmortalidad.

-¿La inmortalidad? -exclamé con asombro.

-Sí, la inmortalidad -afirmó el doctor Sánchez-. Ese es el objetivo final de mi investigación. Demostrar que el ser humano puede sobrevivir a temperaturas inferiores al punto de congelación y prolongar indefinidamente su existencia. Un sueño que persigo desde hace años y que estoy a punto de lograr.

-¿A punto de lograr? -repetí con escepticismo.

-Sí, a punto de lograr -insistió el doctor Sánchez-. He desarrollado un método para inducir y mantener un estado de hipotermia controlada en el cuerpo humano, sin causar daños irreversibles en los órganos vitales. Un método que he probado con éxito en animales y que estoy dispuesto a probar en humanos. En humanos voluntarios, por supuesto.

-¿Voluntarios? -pregunté con temor.

-Sí, voluntarios -confirmó el doctor Sánchez-. Necesito voluntarios dispuestos a someterse a mi experimento. Voluntarios como tú, Carlos. Tú eres el candidato ideal para mi proyecto. Eres joven, sano, inteligente y valiente. Y sobre todo, eres curioso. Curioso por conocer los límites de la vida y de la muerte. Curioso por participar en un descubrimiento histórico. Curioso por vivir una experiencia única e inolvidable.

El doctor Sánchez me miró Fijamente con sus ojos fríos y penetrantes. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda. No sabía qué decir. Por un lado, estaba tentado por su oferta. Era una oportunidad de oro para aprender de un genio y para contribuir a la ciencia. Por otro lado, estaba aterrado por su propuesta. Era una locura arriesgar mi vida por un experimento tan peligroso e incierto. ¿Qué pasaría si algo salía mal? ¿Qué consecuencias tendría para mi salud y mi mente? ¿Qué precio tendría que pagar por la inmortalidad?

El doctor Sánchez pareció leer mis pensamientos y me dijo:

-No te presiono, Carlos. Tienes tiempo para pensarlo. Pero no demasiado. El tiempo es oro. Y el frío es vida. Piénsalo bien y dame tu respuesta mañana. Si aceptas, te espero aquí mismo a las diez de la mañana. Si rechazas, no volveremos a vernos nunca más.

Dicho esto, se levantó de su asiento y me acompañó hasta la puerta. Me despidió con una leve sonrisa y cerró la puerta tras de mí.

Salí del despacho y caminé por el pasillo como un sonámbulo. Estaba confundido y aturdido. No sabía qué hacer. ¿Debía aceptar o rechazar la oferta del doctor Sánchez? ¿Debía seguir o huir de su aire muerto?

Aire muerto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora