VI. Ratones Viejos.

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VI.
RATONES VIEJOS.

El joven matrimonio Ahuactzin tenía ganados los corazones del pueblo, en especial porque fueron los primeros en venir con la idea de regalar ropa y comida a los más necesitados, ofreciendo en su viñedo un banquete para ellos donde, además, Concepción ofreció trabajo para todas aquellas que quisieran ayudarla como costureras en el negocio textil que quería iniciar pronto.

La venta y exportación de vino iba excelente, y cabe mencionar que la identidad del dueño de la empresa era un secreto que no debía salir del estado.

Chimo firmaba los documentos necesarios bajo el nombre de "Joaquín de San Juan", por lo que para el resto del país, cuya memoria permanecía intacta, el dueño de aquel viñedo era solo otro español pudiente.

Para la pareja, después del casamiento no faltaban constantemente las preguntas y presiones sobre cuándo y cuánto iban a agrandar la familia. Pareciera que lo tenían todo para ser los protagonistas de una vida de ensueño: dinero, estabilidad; y aunque raro para la época, pero no menos importante, amor. Por esto los padres de Concepción desde la boda eran persistentes a la hora de insistir por un nieto.

Sin embargo, el matrimonio tenía otras cosas de qué preocuparse, las cuales quedaban fuera del ojo público.

Por tercera vez en la semana, Concepción despertó por los ladridos de Manolo, estando en el borde de las escaleras, a punto de bajar. ¿Cómo llegó ahí? no lo sabía. ¿Para qué quería bajar? no tenía ni idea. Suspiró asustada, y retrocedió unos pasos para evitar caerse. El chihuahua estaba mordiendo su bata de dormir, jalándola hacia atrás, como queriendo impedir que se fuera, hasta que su dueña entró en razón.

—¿Sion? —la voz de su esposo la llamaba desde el pasillo. Se acercaba con rapidez, hasta que finalmente entró en su campo visual. Se quedó unos metros lejos de ella, pensativo y algo preocupado. —¿Otra vez te pasó?

—Sí. Ya me harté. Otra vez Manolo me salvó el pellejo. Mañana voy al doctor, a ver si me manda un somnífero, o algo...

Xóchitl salió de su habitación, adormilada. Quedaba al otro lado del piso, y estaba usando el collar que le dio Toñita.

—Uchalas, se me hace que van a tener que atorar la puerta... —bostezó. —a ver si así no te escapas, cuñadita.

—Ya lo intentamos hoy, pero creo que se rompió el cerrojo. —le respondió ella, con la mirada en el piso. Chimo la alcanzó y rodeó los hombros ajenos con su brazo, para llevarla de vuelta a la recámara.

—El de mi cuarto sí sirve. ¿Quieres que cambiemos? —propuso la niña.

—No te preocupes, manita. Vete a dormir. Mañana vemos qué hacer. —le respondió su hermano con calidez, y regresó a sus aposentos con su esposa al lado, y el chihuahua detrás de ellos. —No te voy a dejar que vayas con un doctor. Ya sé lo que te van a decir.

—¿Qué? —preguntó Concepción, sin pista alguna.

—Histeria femenina. Y sólo sobre mi cadáver te podrán administrar el remedio. —bromeó y no a la vez —Eso si nos va bien y no te mandan a un loquero.

—Gracias por el voto de confianza. Eso me hace sentir mejor. —Habló, con desánimo. Desde que Concepción llegó a esa casa hace apenas tres semanas, es como si su luz fuese apagándose. No era el trabajo de ayudar a mantener el viñedo, tampoco era su matrimonio, y mucho menos era Chimo. Era esa hacienda y su lúgubre ambiente que la hacía sentirse desamparada, y más aún cuando, por las tardes, Xóchitl se iba con sus amigas y su marido supervisaba las cosechas y el molino, quedándose sola por unas horas. Prefería acompañarlos o ir a visitar a su familia, si es que no optaba por ayudar a sus empleadas en la cocina.

𝐂𝐨𝐲𝐨𝐭𝐞 𝐍𝐞𝐠𝐫𝐨. [Chimo Ahuactzin.] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora