No puede empeorar

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Las sirenas y la lluvia creaban una mezcla cotidiana a la que estaba acostumbrado, al menos eso creía hasta ese momento.
Sentado en la vereda de mi propia casa, tiritaba de frío, cubierto por una sábana marrón que los médicos me otorgaron.
Observaba cómo los vecinos susurraban al otro lado de la calle, mientras la luz azul y roja de las patrullas creaba un aura sombría a lo largo de la cuadra. Luego de un rato, llegaron los forenses que volvieron a hacerme esas preguntas dolorosas sobre mis padres, mientras aún intentaba evitar dirigir la vista hacia las bolsas negras que yacían en el asfalto rodeadas de policías.
Más no puedo recordar de ese momento, el dolor y el cansancio no me dejaban ver con claridad, pero desperté al día siguiente en una celda luego de que me llevaran para confirmar que no estaba implicado en la muerte de sus papás, deseando que todo aquello fuera una pesadilla demasiado fea. Pero el carcelero, un hombre alto con dientes amarillentos, me recordó nuevamente que debía aceptar mi realidad al abrir la puerta de barrotes.

—Una pena lo tuyo, los forenses dijeron que tus papás murieron de causas no muy claras, y se comprobó tu coartada. Podés irte-. Vociferó el oficial.

Resoplé y me levanté de la cama en dirección a la salida.
Allí me esperaba Víctor, un antiguo amigo y abogado de la familia, casi un tío para mí. El hombre tenía un traje marrón y un maletín en mano. Sus pelos largos color café llegaban al nivel de su mentón, y su corta barba mal afeitada lo hacía ver desalineado.

—Perdoname, pibe... Vamos a intentar hacer todo lo posible para encontrar al culpable. Mientras tanto, estuve buscando familiares para que tengas un lugar donde quedarte, al menos por un tiempo. Vení, subíte al auto que te cuento de camino—.

Me subí y miré por la ventana del acompañante, era difícil escuchar la charla motivacional y los chistes malos de Víctor en este momento, mi yo de ese momento solo quería apagar su cerebro por un momento. En el mismo trayecto pasamos por enfrente de mi antigua casa, las cintas policiales, las patrullas, el fiscal, todo seguía igual que ayer, igual de solitario y desesperanzador.
Si bien yo ya era alguien a punto de dar el paso a la vida adulta, la pérdida de mis padres era igual de desoladora que si quedara huérfano a los 13. Tantos recuerdos, tantos juegos, tantas risas, tanto amor, tanto caos en esa casa aquel día, el día en el que tuve que abandonar mi vida, mi país y mi identidad para buscar una nueva vida.

—Jorge, mandé a empacar tus cosas por parte de unos amigos en la policía, tu abuelo pagó el pasaje de avión. Te vas luego del velorio.—Asentí en silencio mientras una lágrima recorría mi mejilla.
Finalmente, el auto llegó a su destino, la casa de Víctor.
Era un chalet añejo en la zona del Abasto, a unas cuantas cuadras de nuestro departamento, lo recuerdo bien, los grandes árboles que trepaba cuando era chico y las familias que se unían los domingos para comer asado. Pero largos fueron los años que pasaron sin esas juntadas, al menos desde que la mujer de Víctor lo dejó por otro tipo y desapareció en la frontera andina. Me dio la habitación para invitados, la misma que antes ocupaba como almacén, la misma en la que jugaba a ser un aventurero perdido en un planeta lleno de basura.
No pasó mucho tiempo para que, al acostarme en esa cama carcomida por las termitas, mis penurias se apoderaran de mi mente y me indujeran en un sueño profundo, casi un coma, que me mantuvo en ese estado 2 días, cuando Víctor ya preocupado me levantó sacudiéndome mientras aullaba.

—¡JORGE! ¡JORGE! LEVANTATE, PIBE, DALE—. Y así, yo le tapé la boca gruñendo con cansancio y molestia. Hoy era el día del velorio, el día en que dejaba la Argentina atrás para vivir con alguien de quien me sobran los dedos de una mano para contar las veces que le han nombrado.

—Dale, vestite rápido que llegamos tarde.

Luego de un rato, estaba cambiado con una camisa blanca prestada, una corbata y pantalones de vestir negros con las rodillas raspadas, y ahí estaba yo, parado momentos después, con cara de dormido, ojos rojos por llorar en mi estasis y en un lugar lleno de gente familiar, viendo cómo enterraban a la única verdadera familia que me quedaba. La ceremonia fue larga, los pésames, las desgracias, las tías que repetían una y otra vez "Dios los tenga en su gracia" y los tíos que hablaban sobre el atorrante del hijo y sobre cómo no iba a terminar en nada.
Entre toda la falsedad de aquel entierro, pude tomar un respiro cuando se juntaron para dar las plegarias con el cura. Me senté en una silla de madera cercana a la mesa de regalos y, luego de unos minutos, un hombre se sentó a mi lado con una copa de vino en mano.
A pesar de estar sentado, el hombre se veía de baja estatura, tenía un corte anticuado y uno de esos bigotes que llevan los hombres viejos en películas viejas, y era sorprendentemente parecido a mi viejo.

—¿Vos sos mi abuelo?-. Dije con una voz quebradiza y tímida, mirándolo de reojo, a lo que el hombre, que rondaba entre los 40 y 90 años, asintió sonriendo.

—Y vos tendrás que ser mi nieto, ¿no?—. Su acento inglés lo delataba, hacía tiempo que no hablaba la lengua.
—¿Se supone?—. Dije, sin saber qué responder.
—¡Bueno! ¡Habrá que ponernos al día entonces!
—Sí, van a tener demasiado tiempo para ponerse al día. Ya empacamos las cosas de Jorge, señor Sinclair—.Exclamó Víctor, entrando en escena de forma intrusiva.
Tras eso, nos levantamos y seguimos la ceremonia por unas horas hasta que llegó la hora de la despedida, donde di mi último adiós a toda esa gente por última vez, subiéndome al auto de Víctor y empezando mi viaje hacia el aeropuerto. Un viaje donde observé por última vez las calles, respiré por última vez el aire y oí por última vez el canto de las cotorras apagándose en la noche.
Una vez en el aeropuerto, sacamos las maletas del auto con apuro, así como el bolso de mi abuelo, una bolsa de cuero pesada con muchas irregularidades. Corrimos hacia adentro mientras me despedía de Victor, registramos el equipaje, y entregamos nuestros boletos, para que finalmente unos minutos después nos llamarán desde los altavoces para que abordaramos. Así, me senté del lado de la ventana junto a mi abuelo observando el cielo estrellado durante el despegue.
Nada puede empeorar, o si? Al menos eso me decía a mi mismo, quizá, y solo quizá, esto signifique algo importante para mí futuro, una situación que vaya a cambiar mi rumbo, dicen que el universo es sabio, pero yo no creo en esas cosas.

El Hurto del CiervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora