Prólogo

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17 de noviembre del 2019

Los vellos de mi brazo se erizan al hacer contacto con el feroz viento que me cubre al abrir las ventanas del balcón. Me he olvidado de ponerme mi suéter de lana, sonrío de forma espontánea. Adoro tanto el suéter que me hizo mi abuela como obsequio de mi decimoquinto cumpleaños. Cruzo mis brazos para darme un poco de calor.

El invierno ha llegado con fuerza, no hay día, hora o un maldito segundo que el clima caluroso toque mi piel.

Sin embargo, estoy feliz de estar aquí por unos minutos. Me encanta la melodía que causan las gotas al caer, observar la combinación de una noche incierta dónde la luna llena junto a las lámparas de la calle son la única luz que iluminan esté sitio. Es un buen momento para tomar un café frío mientras ves tu película favorita o dormir abrigada hasta la cabeza disfrutando de la tranquilidad y paz que te causa el clima. Pero... ¡Dios! No anhelo morir congelada, por un resfriado o la intranquilidad de pasar encerrada en casa.

Doy unos cuantos pasos hasta llegar al límite del balcón. Observo la calle como si buscará algo, no tengo motivo de ver hacia una dirección específica, todo está desolado. Todos se encuentran en sus casas, no obstante algo en mí interior me obliga a seguir observando. Muevo impaciente la punta de los zapatos contra la baldosa, doy un largo suspiro, odiándome por ser tan extraña. ¿Verían la calle desolada de su sector por más de treinta minutos sin motivo alguno? Si piensan en esta afirmación, déjenme decirles que deben visitar un psicólogo. Ahora que lo pienso debería visitar el psicólogo, quizás esté exagerando, es desesperante el no saber controlarte. Adivinen, sí, sigo viendo la calle desolada.

A lo que decidí mirar el cielo nuevamente, me detuve, los pasos de alguien que hacían eco por el silencio atraparon mi atención. Luego de unos segundos vislumbre a un chico con un buzo ancho, calentador y zapatos deportivos. Pensé por un momento que debía ser algún vecino, pero estaba segura que no era de aquí. Llevaba entre sus manos tres fundas de lo que parecía ser... ¿Donas? Arrugue mi entrecejo al ver lo que iba a comer ¿Quién en su sano juicio ingiere alimentos como esos? ¿No sabe que es dañino para su salud? Me detuve un momento antes de inclinarme un poco más del balcón. ¿Y si quizás era para su familia? ¿Y si solo era para él? ¡Dios! A veces desearía no tener subconsciente.

—Oye —grite hacia el extraño que va a comer una infinidad de donas. ¿Por qué hago suposiciones que no debería?

El chico detuvo sus pasos abruptamente, giró su cabeza para ambos lados analizando el lugar, encogió sus hombros y prosiguió a su destino. Bufé, es tan imbécil que no miró hacia arriba, ¿acaso solo pueden llamarte a los extremos de tus hombros? Siempre hay que pensar en todas las posibilidades.

—¡Hey! ¡Chico de las donas! —Coloqué mis manos a cada lado de mi boca para que el sonido de mi voz se escuchará con mayor firmeza.

Logré que el extraño se detuviera por segunda vez, pero repitió la misma acción, rodeé mis ojos. Que estúpido.

—¡Aquí arriba! —grite por tercera vez, comencé a sentir un leve ardor en mi garganta, hice caso omiso.

Sonreí al tener la mirada del desconocido en mi dirección. Alcé mis manos sobre mi cabeza, empecé a moverlas como si estuviera bailando la canción el baile del gorila. Me siento estúpida. No sé porque no pienso antes de actuar.

—¿Te puedo ayudar en algo? —gritó, sin molestia alguna.

Por unos segundos, solo me centré en su voz, me dejó tan sumergida que solo pasaba por mi mente la sensación de una armonía única y especial como la melodía de un jazz. Parpadee saliendo del trance que tenía al escuchar de nuevo su pregunta.

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