La penumbra acogía gran parte de la habitación a excepción de mi cama, donde me situaba en ese momento.
Después de llegar me había quedado dormida hasta hace tan solo minutos atrás, pero mi cuerpo no tenía fuerzas, por lo que me quedé mirando al techo hasta que la cantarina e irritante voz de la que sería mi nueva madre se escuchó desde el piso de abajo.
-¡Ámbar, ha cenar, baja!
¿A cenar? ¿Pero qué hora era?
Me levanté de un salto y fui directa al cajón de mi escritorio donde escondía mi móvil para que no me lo quitaran.
Según tenía entendido, en este pueblo la gente tenía la mente muy pero que muy cerrada, siendo así una comunidad ultra católica, machista, homófoba entre otras ideologías, todas ligadas a la opresión de minorías y pensamientos de hace más de 50 años.
Mi móvil se encendió y marcó las nueve en punto de la noche. Mi único pensamiento fue el hecho de que esta gente cenaba demasiado temprano y de que no me iban a caer demasiado bien. Quiero decir, las dos únicas mujeres de la familia eran puritanas.
Esto me va a causar problemas.
Bajé las escaleras en silencio y sin mucha hambre, hasta que el olor exquisito a una comida totalmente desconocida para mí llegó a mis fosas nasales, haciendo mi estómago rugir con desespero. Cuando llegué a la cocina me encontré a Leigh sentada con la mejor postura del mundo en la mesa, a su lado el que sería el señor Fleming y cocinando se encontraba mi nueva madre.
Este, al verme, dibujó una sonrisa en su rostro y se levantó de su silla para estrecharme la mano. Una mirada acusatoria surcó mi rostro, aún así el no perdió su cordialidad.
-Encantado de conocerte Ámbar- murmuró, a lo que yo solo asentí con la cabeza para justo después dirigirme hacia mi silla, en frente de Leigh, la cual me miró mal por sentarme con las piernas abiertas.
-Ámbar, siéntate correctamente, por favor- la señora Flemming me regañó mientras colocaba un plato de una comida algo extraña delante de mi. Solo le di una mirada cansada y, sin ganas de discutir, cerré mis piernas y me coloqué derecha. Cuando todos tuvimos nuestro plato de comida en la mesa, la señora Flemming (o mi nueva madre) se sentó a la izquierda del señor Flemming. -Ahora, hay que bendecir la mesa. Ámbar, ¿harías tú el honor?
-No- contesté seca.
Grave error.
Los tres me miraron extrañados, y comprendí que había sido demasiado directa, así que intenté cambiar la expresión de mi cara y les di una respuesta algo más válida.
-No me sé ninguna oración- contesté con falsa pena. La señora Flemming puso una cara de sorpresa bastante dramática, llevándose las manos a la boca delicadamente.
-Oh Dios mío, ¿qué educación te dieron?-negó frenéticamente con la cabeza.- No te preocupes, en cuanto empecéis el instituto, todas las tardes Leigh te dará unas lecciones en casa.
Casi me atraganto con la saliva al escuchar semejante idiotez. Ni siquiera creía en Dios, ¿y me iban a enseñar oraciones? Me voy a morir del asco. Tengo cosas mucho mejores que hacer.
Me las apañé bastante bien para no toser como una loca y ocultar mi cara de disgusto para aparentar que me parecía bien, por lo que asentí tranquilamente con la mirada enfocada en mi plato.
Esta agarró gentilmente mi mano, me sorprendí al principio hasta que ví que hacía los mismo con los demás.-Leigh, recita tu la oración.
Leigh bendijo la mesa dando las gracias por la comida seguida de una oración no tan desconocida para mí, la verdad es que creo que era algo conocida. Al terminar, soltamos nuestras manos y nos dispusimos a comer cuando el timbre de la casa sonó, irrumpiendo el momento.
El señor Flemming se dirigió a la puerta, y mi instinto curioso por naturaleza y yo lo seguimos, acompañados de una intrigada Leigh y una enfadada madre, la cual no paraba de susurrarme a gritos que me comportase y volviesemos a la mesa.
-... y nos gustaría presentarnos. Nos hemos mudado hace poco y nos gustaría conocer a nuestros nuevos vecinos.
Y aquí, mis queridos lectores, es dónde empieza verdaderamente mi historia.