«Uno»

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1. En busca de la inspiración perdida.

Sábado, 15 de julio de 1987. 00:23 horas.

Mi mente y atención estaban totalmente concentrados en el desierto de la hoja milimetrada frente a mí, manchada por unas cuantas gotas de café y por unas traicioneras lágrimas llenas de tristeza nocturna.
Todos tenemos un límite, ¿cierto? Todos tenemos secretos bien guardados en el alma. Bajo llave. Escondidos del mundo. Y como muchos ya habrán oído, las personas somos como una goma elástica; si tiras mucho de ella, se rompe y te salta a la cara. Sin embargo, sabías que iba a pasar. Sólo que no sabías cuándo.

Quizás yo hubiese hecho eso demasiado con respecto a mis pensamientos.

Muchos no lo comprenderían, era esa la razón por la cual ni me molestaba en explicarlo. Porque al final, sería como hablarle a la pared. Me negaba a explicarle a un puñado de idiotas lo que me rondaba la cabeza cada vez que oía mi propia voz y rememoraba mis ciegas acciones.
Todos, todos y cada uno de los humanos sobre la faz de la Tierra hemos cometido errores. Algunos son tan insiginificantes, que, acaban cayendo en el oscuro abismo del olvido. Y hay otros tan relevantes y conflictivos, que, nos encadenan de por vida. Mi vida se basaba en una serie de errores -relevantes o no- que me robaban el sueño muchas noches y algunas veces, la sonrisa a la luz del día. Y nadie, absolutamente nadie, se percataba de ello. Porque a parte de mi supuesto don para la escritura, parecía haber desarrollado una capacidad dramática impresionante.

Yo vivía en una ciudad no muy grande, llena de alboroto y fiestas. Discotecas, luces, faldas de vuelo demasiado cortas y hombres demasiado descarados para mi gusto. Había buena música, pero no tan buena como lo era la lluvia cayendo sobre el empedrado. Aunque si tuviese que hablar de dicha ciudad, créeme que no mencionaría ni un solo local o un nombre rebuscado para un simple cóctel. Te hablaría de sus rincones más escondidos, de los estrechos callejones y de sus abismos.
Ronda podía ser cercana a la vez que ausente. Ronda tenía vida, e irónico era el dato de que una ciudad tuviese mucho más vida en su interior que yo. Pero era bonita, maldición si lo era.
Necesitaría una eternidad para relatar la belleza de una ciudad opacada por lo que parecía ser un eterno atardecer primaveral. Por lo tanto, me saltaré también la parte de los típicos y entrañables obreros en la plazoleta, que parecían ser pagados a diario por lanzarle unos cuantos piropos o comentarios obscenos a señoras de avanzada edad vestidas con la ropa de sus hijas. Y quizás, la parte en la que hablo de las tranquilas conversaciones con el vagabundo de la esquina a media noche.

Hablaré de los hipnotizantes espejismos de avenidas, callejones y palacetes modernistas. O de cómo acabé viviendo en una casa llena de adolescentes -y no tan adolescentes- con hormonas revolucionadas y el gusto musical en el sitio donde la espalda perdía el nombre.

La década de los ochenta estaba a punto de culminar y una lluvia de incidentes se precipitó sobre Ronda como el ácido. Entre ellos destacaba principalmente introducción de las drogas. Tenía que tener veinte mil ojos a la hora de pisar la calle, por si un par de enrojecidos ojos se acercasen a mí en busca de algo de dinero o más. Estas eran unas de las cosas que me enervaban y apenaban al mismo tiempo: Porque todas aquellas eran almas que en su día fueron inocentes y que, de cierto modo, comenzaron a ser influenciadas por voces y críticas poco constructivas, destinadas a permanecer en la oscuridad de por vida. Y fue entonces cuando me di cuenta de que el tiempo no era el único elemento destructor del que deberíamos preocuparnos.

De vuelta a mi entrañable casa compartida en el número dieciocho de la calle Arcadia, el tiempo parecía detenerse en sus entrañas. Todos parecían vivir inmersos en un mundo de asfixiante y constante humo. Las luces estroboscópicas estallaban con una inhumana intensidad siete noches a la semana y la tranquilidad había hecho las maletas hacía mucho tiempo y había decidido mandarnos a todos a tomar viento. La conocida etapa psicodélica llegó a la casa como una ráfaga de viento inesperada. Tan fuerte, que muchos perdieron el sentido común por completo. Panda de desquiciados sin vida, llegué a pensar en innumerables ocasiones, pero posteriormente me arrepentí y decidí callarme, porque por lo menos hacían la comida y limpiaban todo destrozo.

DivinitàDonde viven las historias. Descúbrelo ahora