El origen de Chlorine

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Do Suni, el verdadero nombre de la diablesa Chlorine, una bailarina exótica, competente en el arte del canto y por encima de todo: un espécimen dotado de una gran belleza. Pero ¿quién era Do Suni antes de internarse en las profundidades de la perdición? Una persona corriente, sin más, como lo podía ser cualquier otra que te cruzarías a la vuelta de la esquina, y como tal tenía sueños, ambiciones y brillo en sus ojos.

Aficionada a la lectura y el conocimiento, se le ocurrió la descabellada aunque firme idea de ser fisioterapeuta, ya que su madre, a quien cuidaba como un tesoro, padecía Esclerosis lateral amiotrófica, que le generaba muchas dolencias crónicas, y ya habían perdido a un miembro de la familia por no haber podido acudir a un profesional a tiempo. Pero las cosas eran todavía más complicadas cuando se tenía a un ludópata compulsivo, alcohólico y adicto por padre, lo que desembocó en que, a la temprana edad de diez años, el sujeto vendiera a su propia hija a la mafia que debía dinero. Y por supuesto esto no convenció a los malnacidos, por lo que no solo lo ejecutaron a él, sino también a su esposa, justo delante de la niña, dejando salpicaduras de su sangre sobre su cara y el peluche en forma de alpaca que estrujaba entre los brazos. La jalonearon de su extremidad y la arrastraron fuera de la vivienda, abandonando el juguete junto a su inocencia, para siempre.

Los abusos se volvieron cosa de todos los días, sumado a las fuertes palizas por resistirse y dañar a esos perros asquerosos que llamaban clientes. Controlaban su peso, alimentación y la disciplinaban en diferentes ámbitos artísticos, así como con los idiomas. Y si se negaba a cooperar o daba problemas, los castigos eran evidentes, crueles y en ocasiones inhumanos.

Los primeros cinco años fueron tortuosos a un nivel estratosférico, aunque con ello aprendió que si dejaba de luchar entonces sufriría menos. Y conforme siguió transcurriendo el tiempo entendió, del modo difícil siempre, que si obedecía habría recompensas; si respetaba eran condescendientes; si se acostaba con ricachones ganaría más dinero. Dinero. Si obtenía capital, obtendría más libertades. Si obtenía el caudal suficiente, podría algún día, tal vez, ¿comprar su libertad? ¡Eso! La meta final, para un nuevo comenzar. Siempre que se comportara y siguiera las reglas nadie la molestaría ni la castigaría con palizas, abusos o cosas peores. Podría seguir con sus planes, los cuales no compartía con absolutamente nadie. Tan solo haría lo suyo: sonreiría, seduciría, gemiría y más tarde vomitaría para luego irse a dormir, con ayuda de soporíferos que la asistieran en la difícil tarea.

Estaba de pie en el escenario, cantando las estrofas de un jazz moderno y deprimente. Llevaba puesto un largo vestido rojo de seda, apegado a su silueta; una falda con un tajo a un lado y un escote ajustadísimo e incómodo solo para hacer resaltar más su busto. Los hombros y la espalda estaban al descubierto, aunque las mangas cubrían sus brazos hasta las muñecas.

Pensaba que solo sería otra noche más en el infierno al que había sido arrastrada, cuando de pronto, él apareció. Cruzó la puerta de aquel maldito antro en compañía de otros cinco jóvenes bien parecidos; él a la cabeza, robándose numerosas miradas con su elegancia y agraciada estructura ósea. Se despojó de su sombrero de estilo homburg, su abrigo color crema y los entregó a su aparente asistente. Palpó un poco su traje blanco, desprendiendo con quietud el botón de su saco, dejando lucir su camisa negra; luego acomodó su cabello con sus dedos. Era una selva con volumen en la copa, y haciéndose menor conforme llegaba a su nuca, de un marrón como una barra de chocolate amargo. Sus ojos oscuros hacían un contraste perfecto con su nívea piel y carnosos labios rosados. Dejó de cantar en el momento en que pudo apreciar su rostro, que inspeccionaba el lugar con una mirada indiferente y despreocupada. Y es que no podía evitarlo, no todos los días aparecían hombres como él, hombres de verdad, en lugar de cerdos babeando por un culo o un par de tetas.

Como había abandonado su labor, uno de los tantos vigilantes dio una calada de su cigarrillo, se escabulló cerca de ella y enterró la colilla hirviendo en su tobillo, lo que ocasionó que emitiera un inevitable quejido y se sobresaltara. Para todos los allí presentes era algo «normal» escuchar o presenciar esas reprimendas en pleno público. Y sí se volteaban a observar, no era porque les importara de algún modo, sino por morbo. El muchacho recién llegado observó también, pero lo hizo con una circunspección rígida.

El infierno en la tierra (+18) #BNAWDonde viven las historias. Descúbrelo ahora