Volteo a ver el reloj. 9:55 a.m. Me lleva. ¡Ya voy tarde otra vez! Corro al ropero mientras aún como de mi cereal con leche, sosteniendo el tazón cerca de la boca en un intento de no derramar nada en el piso. Logro llegar a mi recámara sin tirar ni una sola hojuela de maíz en el pasillo, mi recompensa: una mordida en la lengua por andar a las prisas. Dejo el tazón medio lleno sobre la cama sin hacer y detengo los pies frente al ropero. «¿Qué diablos voy a usar hoy?» pienso, y me maldigo por no haber lavado la ropa sucia ayer. Agarro una blusa blanca con estampados de girasoles amarillos y me la pongo sin darle más vueltas al asunto, total, que para el trabajo da soberanamente igual lo que me ponga; llevo un mandil puesto todo el día. Mi reflejo se presenta involuntario en el espejo. Saco la lengua para ver si no me he hecho daño. Gracias al cielo, fuera del tremendo dolor punzante, no hay sangre o marcas de mordedura. Ojalá el cielo hiciera algún tipo de milagro parecido con la esponjosa melena roja sobre mi cabeza. Rizos indomables, no logro definirlos con nada, y no puedo permitirme perder el tiempo planchándome el cabello con lo retrasada que voy. A través del espejo, detrás de mí, veo a Doney contraer sus cuatro patitas rechonchas para dar un salto a la cama. Nada más verlo arrebata una sonrisa a mis labios. ¡Es el gatito más lindo del mundo! Al notar por qué se ha subido a la cama, se me borra la sonrisa.
― ¡Doney, no!
Extiendo el brazo demasiado tarde. El condenado Gato ha tirado lo que quedaba de mi desayuno sobre mi almohada.
― ¿Sabes qué, Doney? Eres un gato malo, malvado, ¡ruin!... Pero así te amo. ―Le doy un besito en la frente mientras él masca cereal la mar de contento―. Me voy, adiós.
Lo dejo siendo parte mutable de mi eterno regadero y antes de salir de casa, como siempre, le echo un ojo a mí padre. Está dormido en su recámara. Reviso que tenga su diario a la mano y que estén todos los medicamentos sobre la mesita de noche, y, antes de retirarme, le susurro un adiós que se queda flotando en el espeso aire oscuro de la habitación.
Afuera el sol de verano ha alcanzado el asiento de mi bicicleta; mí culpa por haberla dejado encadenada al árbol y no detrás de la casa. En lo que espero a que el asiento se enfríe lo suficiente como para no quemarme el trasero, conecto el cable de los audífonos al celular y reproduzco High Hopes de Panic at the disco.
Me encanta el trayecto hacía la cafetería en la que trabajo, especialmente en esta época del año, cuando la vegetación de Huntsville brilla con una llameante paleta de colores pastel. El pueblo es pequeño, habitado en su mayoría por granjeros y matrimonios de personas mayores deseosos de gozar su retiro en paz y tranquilidad. No hay preparatoria aquí, por lo que para ir a la escuela tengo que tomar un autobús a la ciudad de Ogden, a más de veinte kilómetros de distancia. De hecho, fuera de los tres hoteles de la zona y un supermercado, no hay empleos en Huntsville. Tuve suerte de ser contratada en la cafetería de la carretera, a unos diez minutos de mi casa a pie; tan cerca que me parece ridículo que incluso yendo en bicicleta siempre llegue tarde. Pedaleo al ritmo de Dying in LA, disfruto del aire fresco, contemplo las flores en el jardín de la señora Litt, y saludo a los mellizos Dan Y Ana al pasar por su casa. Ellos me regresan el saludo felices y contentos, como cualquier niño durante las vacaciones de verano. Dejan de prestarme atención y vuelven a su juego de pelota al mismo instante en el que la llanta de mi bicicleta emite un sonoro "pfff". No, no, no, por favor. ¡Me lleva! Bueno, ya qué; desmonto la bicicleta y me resigno a caminar el poco tramo por delante hasta la carretera. Cambio de canción a Easy On Me. Adele siempre logra sacudirme la asquerosa sensación de frustración del día a día, y hoy parece que necesito de su voz más temprano de lo normal.
El señor Walker empieza a regañarme en cuanto entro a la cocina de la cafetería.
―Llegas quince minutos tarde, Mabel.
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Mabel y los chicos de Skadden & Cohen
Ficção AdolescenteSi alguien le pidiera a Mabel Wilkerson dejar la paz y tranquilidad de Huntsville, Utha, para ir a vivir a Manhattan, bajo las condiciones de cambiarse el apellido y de compartir departamento con cinco idiotas recién graduados de Harvard, además de...