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Era un buen día para soñar.

Caían las últimas horas de la tarde, el sol proyectaba sombras alargadas cuando conseguía abrirse paso entre las densas nubes, pero en su mayor parte la luz dorada y traslúcida se quedaba prendida en las copas de los árboles y dejaba el lecho del bosque sumido en misteriosas sombras. En el aire del verano, cálido y húmedo, flotaba el perfume rosado y dulzón del néctar de madreselva, mezclado con el rico aroma marrón de la tierra y de la vegetación podrida, además del penetrante olor a verde de las hojas.  

Para Apo Nattawin, los olores tenían color, y desde que era pequeño se entretenía poniendo colores a los aromas que percibía a su alrededor. 

La mayoría de los colores eran obvios, extraídos del aspecto que tenía cada cosa.

Naturalmente, la tierra olía a marrón; por supuesto, aquel aroma fresco y fuerte de las hojas era verde en su mente.

El pomelo olía amarillo brillante; nunca había comido pomelo, pero en cierta ocasión había cogido uno en la frutería y había olfateado su piel, titubeante, y el olor había explotado en sus papilas gustativas, agrio y dulce a la vez.

Le resultaba fácil poner color al olor de las cosas en la mente; en cambio, el color de los olores de las personas era más difícil, porque las personas no eran nunca una sola cosa, sino diferentes colores mezclados entre sí.

Los colores no significaban lo mismo en los olores de la gente que en los de las cosas.

Su madre, Namphueng , despedía un aroma rojo profundo y picante, con algunas volutas de negro y amarillo, pero el rojo picante casi aplastaba todos los demás colores.

El amarillo era bueno en las cosas, pero no en las personas; ni tampoco el verde, ni siquiera algunos de sus matices. 

Su padre, Phollawat, era una insoportable mezcla de verde, morado, amarillo y negro. Con él fue verdaderamente fácil, pues desde una edad muy temprana lo había asociado con el vómito. Beber y vomitar, beber y vomitar, eso era lo único que hacía papá. Bueno, y mear.

Meaba mucho. 

El mejor olor del mundo, pensó Apo mientras deambulaba entre los árboles contemplando los rayos de sol capturados y guardando su felicidad secreta en lo más hondo de su pecho, era el de Mile Phakphum.

Apo vivía por los breves atisbos de él que alcanzaba a ver en la ciudad, y si se encontraba lo bastante cerca para oír el sonido ronco y profundo de su voz, temblaba de alegría. 

Hoy había logrado estar lo bastante cerca de él para olerlo, ¡y él incluso la había tocado! Aún flotaba en una nube tras vivir aquella experiencia. 

Había entrado en la tienda de Prescott con Samantha, su hermana mayor, porque ésta le había robado a Namphueng  un par de dólares del bolso y quería comprarse un esmalte de uñas.

El olor de Samantha era anaranjado y amarillo, una pálida imitación del aroma de Namphueng.

Salieron de la tienda llevando el preciado frasco de esmalte de uñas rosa intenso cuidadosamente escondido en el sostén de Samantha para que Namphueng no lo viera.  

Samantha llevaba ya casi tres años usando sostén, y eso aunque sólo tenía trece años, un hecho que ella utilizaba para burlarse de Apo cada vez que se le ocurría, pues Apo tenía once años y aún tenía apariencia de un niño. Sin embargo, últimamente los pezones planos e infantiles de Apo habían empezado a notarse, y se sentía muy avergonzado de que alguien se los viera.

Se daba mucha cuenta de cómo despuntaban bajo la fina camiseta de la LSU que llevaba, pero cuando estuvieron a punto de chocar con Mile en la acera cuando éste entraba en la tienda y ambos salían, Apo se olvidó de lo liviano de su camiseta. 

Secretos de la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora