A Delilah no le gustaba su nombre. Y más cuando más de una vez había escuchado de su padre decir que lo eligió porque le gustaba aquella canción de Queen que habla sobre la gatita favorita de Freddie Mercury; Delilah.
Yo le he dado burlas al respecto durante los últimos diez años. Delilah siempre frunce el ceño molesta y me dice que mis cejas son feas solo porque son un poco más grandes que las de ella. Sé que en secreto le gustan, y quiero creer que en secreto siga el que yo ame su nombre.
El padre de Delilah tiene una tienda de licores en el centro y pasamos el resto del día después de la escuela a solas en su casa. Quizá a su padre no le importe porque tenemos años de conocernos pero a los míos no les gusta mi amistad con Delilah. A mi madre le inquieta la vida que ella ha tenido, pero sinceramente a mí no me importa.
Había un tipo diferente de peligro en ella.
Éramos jóvenes pero hasta yo podía darme cuenta cuando algo ya no era una simple amistad. Y tenía miedo.
Delilah siempre hacía su bochornosa imitación del baile de Uma Thurman y Jonh Travolta en Pulp fiction. Yo me reía en el sofá mientras ella solo se dedicaba a que la música la llevase.
Su falda escolar se movía con cada uno de sus movimientos pero nunca dejaba ver más allá como si respetase todo a la perfección. Delilah revolvía su cabello como burla y extendía su mano para que bailara con ella, como siempre me negaba y me respondía con un puchero que no duraba ni cinco segundos cuando continuaba con su danza.
Comencé a preguntarme cuándo fue en el que ese sentimiento hacia Delilah había cambiado. Desde cuándo mirarla me hacía la persona más feliz del mundo y obtener todos esos gestos de ella eran mi tesoro. No sabía qué pensar, porque cuando te acostumbras a lo que te rodea lo ves como algo incorrecto, pero luego recordaba aquellas palabras que mi abuelo me decía, esas que entre sus rebuscadas expresiones solo reinaba una: No tengas miedo de amar.
A Delilah le gustaba bailar como loca aun conmigo presente.
Y a mí, a mí me gustaba Delilah.