A Delilah le gustaba creer en lo increíble. Creía en las posibilidades y aceptaba todo lo que la vida le diera. Incluso cuando su madre murió algunos años atrás pensó que fue lo mejor, que quizá su mamá tenía cosas más importantes por hacer que quedarse con ella y su padre.
Delilah creía en los fantasmas, en el monstruo del lago Ness y en Pie Grande. Incluso en los duendes; Delilah escondía sus galletas favoritas para la hora del té en una caja cerrada con llave debajo de su cama, lo hacía desde los nueve años después de asegurar que vió a uno corriendo por ahí con una de sus galletas como sombrilla.
Delilah amaba tanto esas galletas que a pesar de que tuviéramos dieciséis aun seguíamos comiéndolas como si fueran prohibidas. Incluso preparaba té para mí, ya no era un simple té negro imaginario que me obligaba a fingir que lo tomaba solo porque no quería jugar sola.
Delilah creía en el amor. Hablaba de él como algo un tanto inalcanzable y asombroso. Sus ojos brillaban cuando esa palabra salía de su boca junto con todas esperanzas de chica colegial respecto a ello. Pero Delilah nunca dijo cómo ni cuándo quería que fuera su amor, ella solo repetía que esperaba a que algún día encontrara a alguien que la amara un poco más de lo que ella podría hacerlo.
Mojaba su galleta en el té y lo llevaba a su boca después de eso.
A Delilah le gustaba esconder sus galletas favoritas debajo de su cama por culpa de los duendes y compartirlas solo conmigo.
Y a mí, a mí me gustaba Delilah.