Delilah siempre se sentaba frente a mí en horas de clases. Ella siempre usaba su cabello suelto, lo dejaba caer por su espalda y me permitía a mí trenzárselo aunque peinar personas no era mi fuerte.
Ella reía porque le causaba cosquillas y yo me reía de lo horrible que salía el peinado hecho por mí. Los profesores nos regañaban frente a toda la clase y aunque tratáramos congeniar con la seriedad, terminábamos riendo de nuevo.
Salíamos de clases y ante las miradas de todos ella tomaba mi mano para correr a casa. Entrelazaba nuestras manos sin importar nada; no está de más decir que a Delilah no le importaba lo que los demás dijeran o pensarán los demás. Si amaba que yo le peinara el cabello, quedara feo o no ella lo dejaba así. Si quería tomar mi mano, siendo raro o no ella no la soltaba y a mí eso me encantaba.
Caminábamos todos los días a su casa. Y todos los días rezaba para no encontrarme con mis padres por ahí paseando, prefería que los regaños fueran hasta llegar a mi hogar y no frente a Delilah.
Delilah cortaba todas las flores que le gustaban de los arbustos de los vecinos que se asomaban por la acera, yo los sostenía por ella mientras se dedicaba a cortar una nueva.
Todos los días me recibía con una nueva pulsera hecha de esas flores, eran tan bonitas que no notabas que estaban muertas. Las aceptaba con gusto y las usaba el resto del día; hasta la fecha, el cajón de mi escritorio está lleno de pulseras hechas de flores marchitas que me recuerdan lo bella que Delilah es.
A Delilah le gustaba cortar flores cuando íbamos camino a casa y con ellas hacer pulseras para mí.
Y a mí, a mí me gustaba Delilah.