Entonces, el sueño se desplegó ante mí.
SHAKESPEARE
Con frecuencia me he preguntado si el común de los mortales se habrá parado alguna vez a considerar la enorme importancia de ciertos sueños, así como a pensar acerca del oscuro mundo al que pertenecen. Aunque la mayoría de nuestras visiones nocturnas resultan quizás poco más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias de vigilia -a pesar de Freud y su pueril simbolismo-, existen no obstante algunos sueños cuyo carácter etéreo y no mundano no permite una interpretación ordinaria, y cuyos efectos vagamente excitantes e inquietantes sugieren posibles ojeadas fugaces a una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de ésta por una barrera infranqueable. Mi experiencia no me permite dudar que el hombre, al perder su consciencia terrena, se ve de hecho albergado en otra vida incorpórea, de naturaleza distinta y alejada de la existencia que conocemos, y de la que sólo los recuerdos más leves y difusos se conservan tras el despertar. De estas memorias turbias y fragmentarias es mucho lo que podemos deducir, aun cuando probar bien poco. Podemos suponer que en la vida onírica, la materia y la vida, tal como se conocen tales cosas en la tierra, no resultan necesariamente constantes, y que el tiempo y el espacio no existen tal como lo entienden nuestros cuerpos de vigilia. A veces creo que esta vida menos material es nuestra existencia real, y que nuestra vana estancia sobre el globo terráqueo resulta en sí misma un fenómeno secundario o meramente virtual.
Fue tras un ensueño juvenil colmado de especulaciones de tal clase, al despertar una tarde del invierno de 1900-1901, cuando ingresó en la institución psiquiátrica en la que yo servía como interno un hombre cuyo caso me ha vuelto a la cabeza una y otra vez. Su nombre, según consta en el registro, era Joe Slater, o Slaader, y su aspecto resultaba el del típico habitante de la zona de la montaña Catskill; uno de esos vástagos extraños y repelentes de los primitivos pobladores campesinos, cuyo establecimiento durante tres siglos en esa zona montañosa y poco transitada les ha sumido en una especie de bárbara decadencia, en vez de avanzar al compás de sus iguales, más afortunados, asentados en distritos más populosos. Entre esa gente peculiar, que se corresponde con exactitud a los decadentes elementos de la «basura blanca» del Sur, no existe ley ni moral, y su nivel intelectual se halla probablemente por debajo del de cualquier otro grupo de la población nativa americana.
Joe Slater, que llegó a la institución bajo la atenta vigilancia de cuatro policías estatales, y que era descrito como de un carácter sumamente peligroso, no dio, sin embargo, muestras de tal peligrosidad la primera vez que lo vi. Aunque muy por encima de la talla media y de fornida constitución, mostraba una absurda apariencia de estupidez inofensiva por mor de sus ojillos acuosos de azul pálido y somnoliento, su rala, desatendida y jamás afeitada mata de barba amarillenta, y la apatía con que colgaba su grueso labio inferior. Se desconocía su edad, ya que entre su gente no hay registros familiares o lazos estables, pero por su calvicie frontal y por el mal estado de su dentadura, el cirujano le inscribió como hombre de unos cuarenta años.
Por los documentos médicos y jurídicos supimos cuanto había recopilado sobre su caso. Este hombre, vagabundo, cazador y trampero, siempre había resultado un extraño a ojos de sus primitivos paisanos. Habitualmente solía dormir durante las noches más de lo normal, y tras el despertar acostumbraba a pronunciar palabras desconocidas en una forma tan extraña como para inspirar miedo aun en los corazones de aquella chusma sin imaginación. No es que su forma de hablar resultase totalmente insólita, ya que no hablaba sino en la decadente jerga de su entorno; pero el tono y el tenor de sus expresiones poseían una cualidad de misterioso exotismo, y nadie era capaz de escucharlas sin sentir aprensión. El mismo se veía tan aterrado y confuso como su auditorio, y una hora después de despertar había olvidado todo lo dicho, o al menos qué le había llevado a decirlo, volviendo a la bovina y medio amigable normalidad del resto de los montañeses.
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Más allá del muro del sueño
HorrorTodos los créditos van a H.P. Lovecraft el autor del relato :)