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Mi padre me hizo llamar, y ahí me encontraba yo agachando la cabeza ante mi progenitor, no me gustaba estar ahí, siempre que mi padre me hacia llamar era por que me impondría algún tipo de castigo por hacer algo mal, era una habitación grande, de paredes de piedra al igual que el piso, muchos reyes optaban por colocar una alfombra en el piso para que cuando los mensajeros tuvieran que arrodillarse ante el rey no se lastimaran las rodillas puesto que ellos solían estar mucho tiempo en esa posición, algo que mi padre opto por no realizar después de todo el decía que ellos debían aguantar sin rechistar y no pensaba colocar una alfombra solo por el hecho de que los mensajeros se lastimaran las rodillas, se le hacia algo estúpido.

-Asistiremos a la reunión que se realizará en la corte del rey Tindáreo para elegir al esposo de su hija, esta ya tiene edad para desposarse por lo tanto se requiere a una princesa que realice un juramento-

Tindáreo, ese nombre me sonaba, era rey de Laconia, en Esparta, poseía grandes extensiones de tierra en el sur, tierras que eran codiciadas por mi padre pero al no nacer hombre no pude obtenerlas y cumplir su deseo de convertir el reino en uno más grande. Había escuchado algunos rumores de su hija, Helena, se decía que era la mujer más hermosa de la Hélade. Se decía que Leda, la esposa de Tindáreo había sido violada por Zeus, rey de todos los dioses, disfrazado de cisne. Los dioses tenían mala fama acerca de las responsabilidades que tenían como padres. A los nueve meses Leda dio a luz a dos grupos de gemelos: Cástor y Clitemnestra, hijos del rey, y Pólux y Helena, hijos de Zeus.

No respondí ante la noticia. Ni siquiera me importaba. Se aclaro la garganta cosa que hizo que la silenciosa sala ya no lo fuera, claramente tratando de obtener una respuesta de mi parte. Bufé, después de todo expresar mi inconformidad solo haría que mi progenitor se enfadará, por lo que me limite a mantenerme callada y resoplar ante tal noticia, ¿Qué podía hacer?

Al día siguiente partimos a Laconia. Fuimos escoltados por soldados. Fardos llenos de regalos y vituallas para el viaje nos acompañaban. No recuerdo mucho el viaje después de todo no tener alguien con quien hablar, montando a un burro que constantemente se bamboleaba y me divertía de cierta manera, cansada y aburrida mientras escuchaba como mi padre daba ordenes e indicaciones desde el frente de la comitiva, solo me hizo adentrarme en mis pensamientos mientras acariciaba las riendas de cuero aterciopelado.

Al llegar a la ciudad pudimos darnos cuenta que varios pretendientes ya se encontraban allí. Los establos llenos de caballos y mulas, desbordando criados por todos lados. Mi progenitor se encontraba totalmente descontento con la ceremonia de recepción que habíamos recibido. Nos encontrábamos en la habitación que nos habían otorgado, era una habitación bastante espaciosa y bien alistada, y ni siquiera aquello logro que quitara su cara de pocos amigos. Yo había traído conmigo un juguete de casa: una muñeca. Un soldado se apiado de mi y me presto sus dados. Estuve tirándolos sobre el suelo una y otra, y otra vez hasta que me salieron solamente 6 de una sola tirada.

Y finalmente el día llego, una mañana mi padre me ordeno que me bañara y me arreglara. Me hizo probarme dos túnicas diferentes, después arreglos que complementarían la misma, y también me hizo cambiarme el peinado varias veces, parecía como si la que se fuera a comprometer iba a ser yo y no la princesa Helena. Yo no encontraba sentido de aquello, después de todo si solo realizaría un juramento no veía la necesidad de arreglarme tanto, incluso más que la misma princesa, aparte que todo lo que me hizo probar era idéntico o casi idéntico si no fuera por la variación de colores de los mismos. Pero aunque actuaba normal por dentro moría de miedo, incluso cuando estuve lista y salimos de la habitación las piernas me empezaron a temblar demasiado, hasta el momento no lo había pensado pero ahora que ya estaba aquí me paso por la cabeza la posibilidad que yo no fuera más que un sacrificio para que así Helena y su prometido tuvieran la bendición de los dioses en su matrimonio o algún tipo de cosa así, y aunque aquello era muy común nunca pensé que mi padre estaría de acuerdo con el hecho de que sacrificarían a su única hija aunque no era posible ya que si yo moría el reino se quedaría sin princesa por lo tanto mi padre no podría heredarle el reino a nadie más. Mi padre se veía seguro, poderoso y severo con su barba y semblante serio. Mientras que yo parecía un cordero temiendo a que algún tipo de bestia se lo comiera. La única cosa que mi padre me dijo antes de entrar a aquella habitación fue <No nos avergüences>. El gran salón, como su nombre decía era tan grande que hacía que todo el sonido que se hacía en aquella habitación rebotara e hiciera eco, escuche el salón antes de siquiera verlo, miles de voces se escuchaban dentro, tintineo de armaduras y golpeteo de copas se hacía presente. Los criados habían abierto las ventanas con el fin de reducir el bullicio que se estaba generando y colgando en las paredes grandes tapices de indiscutible riqueza. Nunca había observado tantos hombres en un solo lugar sin que hubiera alguna pelea pero claro <No son hombres, son reyes> me corregí casi de inmediato. Nos llamaron para participar en el consejo, sentados en bancas cubiertas con pieles de vaca. Los criados retrocedieron hasta desvanecerse entre las sombras. Mi padre me puso una mano encima y me hundió los dedos en el cuello para advertirme que no se me ocurriera moverme.

El juramento de muerte.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora