¿Es posible destruir algo roto?

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Aparte de lo irritado que se sentía por culpa de Pav y su constante insistencia sobre sus sentimientos por Miles, estaba agotado.

No había podido dormir en los últimos dos días.

Mejor dicho, se había privado de dormir y, si era totalmente sincero, se quería morir por el mareo que le dio cuando llegó al cuartel y la aparición de la estridente voz de su buen amigo Pav ya empezaba a perforarle los oídos.

A veces se imaginaba a sí mismo tocando ese mágico botón llamado mute y dejar de escuchar al chico por un tiempo.

La utopía perfecta de Hobie.

No es que odiara a Pav, pero ya empezaba a hartarse de que la misma pregunta saliera de su boca.

No bastaba con que su mente no lo dejara en paz cada vez que trataba de dormir, ni siquiera despierto podía sacarse de encima todos aquellos pensamientos intrusivos que aparecían en su cabeza de repente. Y ya sucedía tan a menudo que rozaba lo ridículo. Porque, ¿quién en su sano juicio pensaba en su amigo todo el día? No exageraba. Cualquier cosa le hacía pensar en Miles.

Agarraba su guitarra y tocaba los mismos cinco acordes que formaban una canción incompleta inspirada por Miles. Si veía la comida en su refrigerador, recordaba que Miles había mencionado que extrañaba la comida casera de su mamá.

Cuando estaba en su sillón, disfrutando de alguna película que pasara por televisión, le llegaban ideas de cosas que podría darle a Miles, como ese collar de cadenas a medio terminar.

O incluso la ocasión en la que vió ropa del chico entre la suya y decidió que sería buena idea dejarle un lugar en su armario. Por no mencionar que, últimamente, Miles ha estado usando sus abrigos y sudaderas gracias a eso.

Y luego, cuando iba a su cama, cansado de un día más como Spider-Man, aparecía el rostro sonriente de Miles cada vez que lograba algo; incluyendo que no podía para de pensar en que tenía lindos ojos y que extrañaba abrazarlo en más ocasiones de las que podría mencionar, más de lo que podría admitir.

Pero eso era algo que se llevaría a la tumba. Nadie lo sabría, ni Miles, ni nadie, sobre todo Pav.

No quería imaginarse qué clase de tortura sería que el indio pudiera ver sus pensamientos o sus ganas –necesidad, más bien– de estar junto a Morales.

Hobie a veces llegaba a comparar a Pavitr con la voz de su conciencia, o mejor dicho, él parecía ser su conciencia; molestando cuando nadie lo llama, al punto de no saber si dispararse a sí mismo o meterle un puñetazo para que olvide hasta su nombre. No se decidía.

—¿A dónde vas? —Dudó si responderle. Al fin había dejado el tema de Miles a un lado, pero no valía la pena ocultarle la verdad.

—A ver a Miles. —Soltó con simpleza, ignorando la ceja enarcada de Pav.

—Ya sabes lo que voy a preguntar, pero lo reafirmaré de todas formas. —Dijo, provocando que Hobie se preguntara porque lo tiene de amigo.

—No lo dig-

—¿Estás seguro de que no te gusta? —Interrumpió, ignorando olímpicamente la mirada hastiada del mayor.

—Aburrete de una maldita vez, chaparrito. —Masajeó el puente de su nariz, tratando de desaparecer el dolor de cabeza que de pronto le empezó a molestar. Pav se encogió de hombros.

—No sé, bro. Deberías ser más honesto contigo mismo. —¿Honesto con qué? Miles no le gustaba. —¿Puedo ver a Miles? Me gustaría hablar con él. —Hobie lo vió fijamente, pensando si era buena idea.

Cuando salga el Sol.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora