❄️𝒮é𝓅𝓉𝒾𝓂𝒶 𝓅𝒶𝓇𝓉𝑒❄️

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Emerald se encontraba sentado en una alta rama de un árbol viejo cuya corteza cubierta de hongos facilitaba escalar en él

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Emerald se encontraba sentado en una alta rama de un árbol viejo cuya corteza cubierta de hongos facilitaba escalar en él. Observaba en silencio la danza de los coloridos pétalos de flores, y hojas de vibrantes tonos de verde que la brisa arrastraba. A su vez, los entes primaverales con sus largas cabelleras de tantos colores como la fauna podía poseer, saltaban de los pétalos de flor en flor, repartiendo semillas y desperdigado polen por el verde suelo a la vez que cantaban, seguidos de luciérnagas y mariposas.

Así como Otoño tiene a sus piratas, Primavera tiene a sus agricultores, conocidos por dejar un camino de flores y pasto a su paso. Emerald estaba acostumbrado a verlos desde la suficiente lejanía como para que sus canciones le llegaran solo como ecos de melodías y tenues y voces mezcladas.

De vez en cuando, embriagado por la curiosidad, Emerald se acercaba más de lo prudente a ellos, más las enormes mariposas guardianes que su madre le había conferido nunca estaban lejos, y rápidamente se apresuraban a, en el mejor de los casos, simplemente cerrarle el camino con sus enormes alas naranjas, encerrándolo hasta que se rindiera, y en el peor a posarse en su espalda, sostenerlo con sus férreas y picosas patas cuyo solo tacto le causaba escalofríos, y llevarlo volando por la fuerza donde su madre se encontraba.

La mujer sabía que cada vez que las mariposas llevaban a Emerald ante ella por la fuerza, era debido a que este intentaba aventurarse más allá de lo que tenía permitido. Por lo que, la forma predilecta que su madre tenía para castigar este crimen, era encerrarlo en soledad, por periodos tan largos que la luz al salir por poco y lo cegaba.

Años habían pasado desde aquellos oscuros tiempos, había surcado Primavera más de una vez, no obstante, todas ellas era asaltado por el miedo e incomodidad constantes, además se sentía como un niño herido e indefenso ante el solo recuerdo de su madre. No importa que tan grande y fuerte sea, o a cuantos piratas otoñales pueda machacar a golpes, la vulnerabilidad y el miedo lo embargaban al pensar en ella.

— ¿Qué has hecho esta vez, Emerald? — preguntó la mujer, altiva y lejana, con voz tenue y dulce, cubierta por un largo velo de flores que cubría todo su cuerpo.

Emerald no podía ver su forma debajo del velo, pero sentía que le estaba dando la espalda, en parte esto lo entristecía un poco, pero a su vez, lo hacía sentir seguro, pues la sola idea de sentirse observado y juzgado con esos ojos llenos de decepción le causaba escalofríos.

— Fue un accidente, madre. —Respondió, con voz suave, esperando no parecer asustado. — No tenía la intención de acercarme a los agricultores, sólo me gustó su canción y quería escucharla mejor, no me di cuenta que quizá me había acercado demasiado, hasta que las mariposas aparecieron.

— Mi querido niño... —exclamó su madre, con dulzura, acercándose a él con pasos lentos que no se veían debajo de su velo, lo cual la dotaban de un aire tan etéreo como espeluznante. — Mi adorado hijo, la razón de mi felicidad...

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