Bruja

14 0 0
                                    

[...] saber que sólo somos un pálido excremento

del amor,

de la muerte.

(O.G.)

Observó con atención el amanecer que se arrastraba perezoso por la ventana. Un despertar de un miserable rosa. El color en sí, lo es. No es rojo, no es blanco, es simplemente un color impuro. Es una repugnante mezcla donde los más inocentes deseos se ven contaminados por la violenta sangre.

El color arrastra consigo sueños flechados a muerte, que vestían de rosa pastel. También lleva consigo burlas, golpes, llantos, enojos, humillación. Pero lo peor son los sueños, aquellos que el puro rojo se encargó de destruir con total y completa conciencia.

El rojo carmesí barrió la alegría, dejando la verdad.

El bermellón solo se llevó el blanco, dejando la violencia.

El escarlata no dejó nada, como una tormenta arrasó hasta los cimientos, robando deseos blancos teñidos de rosa, un asqueroso rosa que no es más que cobardía disfrazada.

Ahora, encerrada en aquella celda, no podía más que odiar el rosa, tanto como odia los rojos cabellos que, hechos de fuego, caen sin gracia por su pálido rostro; esos mismos que hace algún tiempo habían atraído la mirada de un ladrón, uno que prometió amor eterno. ¡Qué ingenua fue al creerle! Era el mismo ladrón que acercaba el ojo izquierdo por las pequeñas aberturas en un lejano puente, contemplando el suave color que perdían las aguas al huir la noche. Era el mismo que observaba con añoranza los puertos plagados de barcazas, lamentando con vergüenza la suerte de su amada mientras el pútrido rosa del amanecer flotaba con la bruma sobre la ciudad.

Un tintineo avisó que su tiempo había terminado. Los pasos de los carceleros irrumpieron el agrio silencio que se deslizaba como serpiente entre los barrotes de la celda, logrando que los ojos de bosque de la muchacha que allí temblaba de frío, de miedo, o de dolor, se fijaran en ellos.

Y gritó.

Gritó por ayuda que no vendría. Por sueños que no despertarían. Por aquella rabia naciente de la traición.

Los guardias la recorrieron con morbosa lujuria, que buscaban disfrazar de asco. Tomaron las cadenas y la condujeron fuera de las mazmorras, arreándola como ganado a través de las callejuelas de la aldea hasta la plaza, cargada de gente. La ataron al poste en el corazón de la villa.

Y fue allí, que él, alejado y oculto en ese mismo puente que comprendió que jamás es suficiente, una de las pocas verdades absolutas.

Nunca tendría suficientes perdones.

Nunca tendría suficiente abrigo.

Nunca tendría suficientes mares.

Nunca tendría suficiente de aquella mujer a quien amaba, aún luego de entregarla a todos esos ojos babeantes de inquisición y de sangre.

Y mientras el ladrón protegido por una cobarde niebla rosa comprendía esta verdad, en la seguridad de la lejanía, los cabellos de la mujer se fundían con las llamas rojas de la hoguera.

BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora