La mujer india, de Bram Stoker.

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En aquella época, Nuremberg no era tan visitada como desde entonces lo ha sido. Irving no había estado representando el Fausto, y el nombre de la antigua ciudad era apenas conocido por la gran masa de los turistas. Mi esposa y yo nos encontrábamos en la segunda semana de nuestra luna de miel, y, naturalmente, estábamos deseando que alguien se nos uniera; de modo que cuando el jovial extranjero, Elías P. Hutcheson, procedente de Isthmain City, Bleeding Gulch, Maple Tree Country, Nebraska, coincidió con nosotros en la estación de Francfort y comentó casualmente que iba a visitar la más matusalénica de las ciudades de Europa, y que opinaba que viajar tanto tiempo solo era algo capaz de enviar a un inteligente y activo ciudadano a la melancólica tutela de una casa de orates, nos apresuramos a recoger la sugerencia y, por nuestra parte, le propusimos unir nuestras fuerzas.

Cuando más tarde comparamos las notas de viaje que habíamos hecho, descubrimos que cada uno de nosotros había tratado de hablar con cierta indiferencia, a fin de no aparecer demasiado ansiosos, ya que ello no hubiera resultado un cumplido precisamente para nuestra vida de recién casados; pero el efecto quedó completamente estropeado por el hecho que ambos empezamos a hablar al mismo tiempo..., nos detuvimos simultáneamente y así vuelta a empezar. De todos modos, no importa cómo, el asunto resultó, y Elías P. Hutcheson se convirtió en miembro de nuestro grupo. Desde luego, Amelia y yo encontramos beneficioso el cambio; en vez de pelearnos continuamente, como habíamos estado haciendo, descubrimos que la influencia coercitiva de un tercer elemento era tal, que no hacíamos más que buscar una ocasión de encontrarnos a solas en algún rincón. Amelia dice que desde entonces, como resultado de aquella experiencia, aconseja a todas sus amigas que se lleven a algún conocido en su viaje de novios. Bueno, «hicimos» Nuremberg juntos, y gozamos lo indecible con la charla y los comentarios de nuestro amigo transatlántico, el cual, a juzgar por lo que contaba, había corrido suficientes aventuras como para llenar una extensísima novela. En nuestro recorrido por la ciudad guardamos para el final la visita al castillo, y el día señalado para aquella visita dimos la vuelta a la muralla exterior de la ciudad por el lado oriental.

El castillo está edificado sobre una roca que domina la ciudad, y en su parte septentrional está defendido por un foso muy profundo. Nuremberg ha tenido la suerte de no haber sido saqueada nunca; de no ser por esta circunstancia es evidente que no estaría tan flamante como está ahora. El foso no había sido utilizado durante siglos, y en la actualidad su base está llena de jardines y de huertos, algunos de cuyos árboles han alcanzado un respetable tamaño. Mientras andábamos alrededor de la muralla, acariciados por el cálido sol de julio, nos deteníamos a menudo para contemplar los panoramas que se extendían ante nosotros, y de un modo especial la gran llanura cubierta de torres y de aldeas y bordeada de una azulada línea de colinas, como un paisaje de Claude Lorraine. Desde allí, nuestra mirada se dirigía siempre con nuevo deleite a la propia ciudad, con sus miradas de fantásticos aleros y sus tejados rojos, moteados de buhardillas, hilera sobre hilera. A nuestra derecha se erguían las torres del castillo, y todavía más cerca, con su aspecto impresionante, la Torre de la Tortura, la cual era, y es, quizás, el lugar más interesante de la ciudad. Durante siglos, la tradición de la Virgen de Hierro de Nuremberg ha sido citada como ejemplo de los abismos de crueldad de los que es capaz el hombre; era una de las cosas que más nos habían atraído antes de emprender el viaje; y al final la teníamos al alcance de nuestra mano como quien dice.

En una de nuestras pausas nos inclinamos sobre la muralla de la fortificación y miramos hacia abajo. El jardín parecía encontrarse a unos quince metros debajo de nosotros, y el sol caía de lleno en él calentándolo como un gigantesco embudo. El calor ascendía hasta nosotros, aumentando nuestra modorra, y resultaba muy agradable permanecer allí, holgazaneando, apoyados en la muralla. Además, inmediatamente debajo de nosotros, había un agradable espectáculo: una enorme gata negra tendida al sol, mientras a su alrededor retozaba alegremente un gatito negro. La madre agitaba su cola para que el gatito jugara con ella, o alzaba sus patas y empujaba al pequeño como estimulándole en sus juegos. Estaban al pie mismo de la muralla, y Elías P. Hutcheson, deseando compartir el juego, se inclinó a recoger del suelo una piedra de regular tamaño.

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