La hija de Rapaccini, de Nathaniel Hawthome.

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No recordamos haber visto ningún ejemplar traducido de las obras de M. de l'Aubépine: un hecho del que no hay que sorprenderse, pues hasta su nombre es desconocido para muchos de sus compatriotas, lo mismo que para el estudioso de la literatura extranjera. Como autor parece ocupar una desafortunada posición entre los trascendentalistas (que bajo un nombre u otro tienen su parte en la literatura actual del mundo) y el gran cuerpo de hombres de pluma y tinta que se dirigen a los intelectuales y a las simpatías de la multitud. Si no era demasiado refinado, en todo caso era demasiado remoto, demasiado sombrío e insustancial en sus modos de desarrollo para convenir al gusto de los últimos, y al mismo tiempo era demasiado popular para satisfacer los requisitos espirituales o metafísicos de los primeros, por lo que necesariamente tenía que encontrarse sin público, salvo aquí y allá un individuo o posiblemente una camarilla aislada. Para hacerles justicia, digamos que sus escritos no carecen totalmente de fantasía y originalidad; podrían haberle merecido mayor fama de no ser por un inveterado amor a la alegoría que puede investir sus tramas y personajes con el aspecto de las escenas y gentes de las nubes, privando de calidez humana a sus concepciones. Sus ficciones son a veces históricas, a veces del día de hoy, y a veces, por lo que hemos podido descubrir, hacen poca o ninguna referencia al tiempo o el espacio.


En cualquier caso, en general se contenta con un ligerísimo bordado de maneras externas —la falsificación más débil posible de la vida real— y se esfuerza por crear interés mediante alguna peculiaridad menos obvia del tema. Ocasionalmente un aliento de la Naturaleza, una gota de lluvia de lo patético y lo tierno, o un brillo de humor se abren camino en medio de su imaginación fantástica y nos hacen sentir como si después de todo estuviéramos todavía dentro de los límites de nuestra tierra nativa. Añadiremos sólo a esta breve noticia que las producciones de M. de l'Aubépine, si el lector acierta a tomarlas exactamente desde el punto de vista apropiado, pueden hacer pasar una hora de ocio tan divertidamente como las de un hombre más brillante; de no ser por ello, difícilmente dejarían de parecer excesivamente absurdas.


Nuestro autor es voluminoso: sigue escribiendo y publicando con una prolijidad infatigable y digna de alabanza, como si sus esfuerzos se vieran coronados por el éxito brillante que con tanta justicia acompaña a las obras de Eugene Sue. Su primera aparición fue una colección de historias en una larga serie de volúmenes titulada «Contes deux fois racontés». Los títulos de algunas de sus obras más; recientes (citamos de memoria) son los siguientes: «Le voyage céleste à chemin, de fer» tres tomos, 1838; «Le nouveau père Adam y la nouvelle mère Eve», dos' tomos, 1839; «Roderic; ou le serpent à l'estomac», dos tomos, 1840; «Le culte du feu», un volumen en folio de investigación laboriosa de la religión y el ritual de los antiguos gabaros persas, publicado en 1841; «La soirée du châteaux en Espagne», un tomo, ocho volúmenes, 1842; y «La artiste du beau; ou le papillon mécanique», cinco tomos, en cuarto, 1843.


Nuestra búsqueda algo fatigosa de este notable catálogo de volúmenes ha dejado atrás cierta simpatía y afecto personales, aunque en absoluto admiración, hacia M. de l' Aubépine; y de buena gana haríamos lo poco que nos es posible para introducirle favorablemente al público americano. El siguiente relato es una traducción de su «Beatrice; ou la belle empoisonneuse», recientemente publicado en «la Revue antiaristocratique». Esta publicación, editada por el Conde de Bearhaven, durante algunos años ha dirigido la defensa de los principios liberales y derechos populares con una fidelidad y capacidad dignas de toda alabanza.


Hace mucho tiempo un hombre joven llamado Giovanni Guasconti vino de la región más meridional de Italia para proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, que sólo tenía una escasa provisión de ducados de oro en su bolsa, se alojó en una cámara alta y oscura de un viejo edificio que no parecía indigno de haber sido la residencia de un noble de Padua, y que de hecho exhibía sobre su entrada el escudo de armas de una familia desaparecida hacía mucho tiempo. El joven extranjero, que no carecía de estudios sobre el gran poema de su país, recordó que uno de los antepasados de esa familia, quizás un ocupante de esa misma mansión, había sido descrito por Dante como participante en las agonías inmortales de su Inferno. Esos recuerdos y asociaciones, junto con la tendencia a la congoja natural en un joven que por primera vez salía de su esfera natal, hicieron que Giovanni suspirara profundamente al contemplar a su alrededor la estancia desolada y mal amueblada.

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