2. Prelude

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Empujé a Sandi y desenvainé mi espada. El acero silbó en el aire y puse todo mi peso en el ataque.

‒¡Jiro, detente! ‒gritó Sandi desde el piso.

Mis pupilas se dilataron y me detuve. Grulla, mi espada, quedó a unos cuantos centímetros de un rostro pálido de cabello sucio y cuya barba anaranjada tenía migajas de pan atoradas. Su mirar no eran el de un monstruo, sino el de un hombre triste y hambriento.

‒Agua ‒murmuró el hombre barbado. Su voz era un susurro y apenas terminó la frase, cayó al suelo.

Sandi se acercó a gatas hasta él y lo sostuvo entre sus brazos. La respiración del hombre era acelerada y su pecho escuálido subía y bajaba, dejando un seseo preocupante en su garganta. El hombre no traía cubrebocas y su rostro estaba recubierto de lodo seco.

‒Pásame una de las botellas en mi mochila ‒ordenó Sandi.

Sin guardar mi espada, saqué una botella que estaba casi llena y se la pasé. Sandi le dio de beber como si fuera un bebé. La cascada empapó sus labios cuarteados con residuos de sangres, dejando un par de gotas atascadas entre los vellos de su barba. Al poco tiempo el hombre tomó la mano de Sandi y empujó la boquilla de la botella a su boca hasta terminarse el agua. Después, Sandi le dio un sándwich que traía en su mochila.

‒Deberíamos irnos ‒dije una vez que nos había distanciado de él.

‒No podemos dejarlo aquí ‒contestó ella mirando de reojo al hombre mientras devoraba su comida.

‒Lo que no podemos es confiar en él ‒repliqué ‒. No sabemos quién es o si esto es una trampa.

‒No podemos dejar de confiar en la gente sólo porque tenemos miedo ‒dijo ella.

‒No tengo miedo, ‒suspiré ‒. Mira, lo entiendo, pero en el mejor de los casos él es un buen tipo y logró entrar al centro comercial, eso significa que los podridos pueden entrar también. ¿Qué pasa si lo siguieron? ¿Qué pasa si es un explorador de algún grupo de gente caníbal que quiere comernos? ¿A caso nunca viste una serie post-apocalíptica?

‒Tienes que relajarte, Jiro ‒dijo Sandi ‒. Con mayor razón no podemos dejarlo aquí, tenemos que preguntarle por dónde entró si queremos mantener este lugar seguro. Revisa el resto de la tienda y asegúrate que no haya ningún podrido, yo me encargo de hablar con él.

Di media vuelta con el puño aferrado a Grulla y avancé a paso lento entre los productos de cuidado de la piel. Todo parecía tranquilo, solamente había insectos y un hoyo en la parte superior de una pared creado por la rama de un árbol.

Al regresar los encontré sentados hablando. El hombre pelirrojo tenía puesto un cubrebocas quirúrgico, probablemente de los que Sandi llevaba de extra en su mochila. Me acerqué, el sudor en mi espalda me preocupaba. Sandi se levantó, me tomó de la chamarra y me alejó.

‒Se llama Josué ‒dijo Sandi dirigiéndose a la entrada de la tienda ‒. Creo que deberíamos dejar que nos acompañe.

‒¡Estás loca! ‒repliqué.

‒Sí, ya sabes que tengo cero preocupaciones por la seguridad ‒contestó ella echando la cabeza hacia atrás ‒. Obviamente no, Jiro. Escúchame. Entiendo que no confías en él, yo tampoco lo hago. Me dijo que está intentando llegar a una zona segura en la Ciudad de México en dónde cree que está su esposa. Estaba de pasada buscando provisiones cuando lo atacó una horda de podridos y entró escalando por un árbol.

‒Sí, ya vi el hoyo por el que se metió ‒intervine ‒. Está bastante alto, no creo que ningún podrido pueda entrar por ahí.

‒Una cosa menos de que preocuparnos ‒señaló Sandi.

El Jardín de los No MuertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora