Belén acomodó la cabeza del bebé sobre el pliegue del codo y le acercó la boca a su pecho izquierdo. El pequeño Carlos olisqueó la leche y cerró los labios en torno al pezón de su madre.
—Eso es —susurró esta, con una sonrisa cansada.
En el cuarto de baño, Gerardo vació la cisterna y abrió el grifo del lavabo. El agua corrió mientras se lavaba la cara y las manos. Luego se secó en la toalla, aunque no lo hizo del todo (cuando salió, todavía tenía los ojos mojados). Bajo los párpados, las ojeras le formaban medias lunas moradas, y tenía las escleróticas repletas de venitas rojas debido a la falta de sueño.
—¿Se ha agarrado? —le preguntó a Belén.
—Sí —contestó ella sin levantar la vista del bebé.
Era una sensación extraña pero maravillosa, de una intensidad que no había experimentado en toda su vida. Se encontraba exhausta, pero estaba rebosante de felicidad. Y era esa felicidad la que actuaba de motor para seguir adelante. Tenía que tratarse de eso, porque no encontraba otra explicación posible. De lo contrario, ya habría caído inconsciente muchas horas antes en lugar de dar breves cabezadas entre toma y toma. Y eso que su parto no había sido demasiado largo, para lo que había leído en Internet. Antes de esa noche, Belén no imaginaba cómo había mujeres que aguantaban doce o catorce horas dilatando y soportando contracciones sin volverse completamente locas. Ella había necesitado cuatro, y para cuando la metieron en quirófano ya se encontraba al límite de sus fuerzas. Sin embargo, allí estaba, amamantando a su hijo y tan alerta como un búho.
—¿No es lo más precioso que has visto en toda tu vida? —dijo.
Aunque le había dado entonación de pregunta, no lo era en absoluto. Belén no necesitaba que nadie le dijera lo que ya sabía.
—Lo es —convino Gerardo, rodeando la cama—. Él sólo es precioso. Pero a los dos juntos, tú y él, no hay nada que os iguale.
—¿Ni siquiera una aurora boreal? —preguntó Belén.
Era una broma privada, que había surgido después de un viaje a Noruega para visitar los fiordos y ver las auroras boreales que se formaban en el cielo. Lo habían hecho cinco meses antes de que Belén se quedara embarazada y, por entonces, ambos habían coincidido en que era el espectáculo más bello y sobrecogedor de sus vidas.
—Ni se le acerca —aseguró Gerardo.
Belén frunció los labios, poniendo morritos.
—Te quiero, papá —dijo en tono tierno.
—Y yo a ti, mamá —contestó Gerardo.
Ambos se quedaron contemplando al pequeño Carlos mientras comía, con la boca aplastada contra el pecho hinchado de Belén. Gerardo le preguntó si quería que le subiera un poco la persiana. Ella contestó que, de momento, no. El pequeño tenía los ojos cerrados, como si estos aún no se hubieran acostumbrado a la luz, y no quería molestarlo. Desde el momento en que había ingresado en el hospital había perdido la noción del tiempo. Y no tenía prisa por recuperarla. Lo único que le preocupaba era enterarse del zumbido, cada dos horas, de la alarma de su reloj de pulsera. Sólo sabía —y con eso tenía más que suficiente—que era en torno a media mañana porque Gerardo se estaba preparando para irse.
—Le habría gustado tanto verlo —se lamentó Gerardo desde la butaca, donde se había sentado para cambiarse las zapatillas de estar en casa por zapatos.
—Sí. Tanto. Tantísimo —musitó Belén.
—¿Por qué el destino es tan injusto a veces? —preguntó Gerardo.
—No lo sé —dijo Belén, que acariciaba la mejilla del pequeño Carlos con el dorso de los dedos.
Gerardo se incorporó con un gruñido de esfuerzo.
—Las vidas que se van por las que se quedan. ¿No es eso lo que dicen? —reflexionó en voz alta.
Esta vez, Belén no contestó. Gerardo dudó, incluso, de que lo hubiera oído. Pero no la culpó. ¿Cómo podría hacer algo así teniendo al fruto de su amor entre sus brazos? Se inclinó y los besó en la cabeza a ambos.
—Os quiero —dijo en tono solemne.
—Y nosotros a ti, papi —contestó Belén en nombre de los dos—. Despídeme de ella, ¿quieres?
—Claro —contestó Gerardo.
Se dieron un breve y tierno beso en los labios. Luego Gerardo salió de la habitación del ala de maternidad del hospital.

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LAS UVAS
SpiritualUn niño perdido y desorientado se encuentra con una anciana. Es amable y dulce, y enseguida se gana su confianza. La conversación que mantendrán marcará la vida del niño para siempre.