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Los alrededores de la iglesia se encontraban llenos de vehículos, aunque eso no era nada extraordinario para un pueblo de mil quinientos habitantes donde todos se conocían. Su abuela había sido querida por muchas personas (la mayoría de entre setenta y ochenta años, que no podían ir a pie y tenían que ser acercados por sus hijos) que deseaban darle su último adiós antes de enterrarla bajo dos metros de tierra. Gerardo estacionó su viejo Opel Vectra en un descampado que se utilizaba como aparcamiento y caminó, cabizbajo, hacia la Casa del Señor. Su corazón era una compleja mezcla de euforia y dolor. Diecisiete horas separaban el fallecimiento de su abuela del nacimiento de su primer hijo. Un espacio de tiempo minúsculo en comparación con los nueve meses que había durado el embarazo, y durante los cuales su abuela solía llamar a Belén para preguntar por su bisnieto. Incluso los había acompañado al médico, tres meses antes de su muerte, para ver una de las últimas ecografías que le habían hecho y escuchar in situ los latidos del corazón del pequeño Carlos.

¡Era tan injusto! ¡Estaba tan cabreado con el destino!

Una vez dentro, rehusó sentarse en los primeros bancos, destinados a la familia, y se quedó al fondo, apoyado contra la pared. Sería exagerado decir que no cabía ni un alfiler. Quedaban algunos huecos en los bancos. Pero había ido mucha gente, todos parecían apesadumbrados, y los que hablaban lo hacían en susurros, en señal de respeto.

La misa por el alma inmortal de Gerarda Juste Romero duró unos cuarenta minutos, y Gerardo se pasó la mayor parte de ese tiempo con la vista puesta en el féretro de su abuela. Escuchó a la multitud acompañar al sacerdote durante las oraciones y se dio ‹‹la paz›› con las personas que tenía más próximas, pero pasó la mayor parte del tiempo evocando su recuerdo. Ahora que todavía estaba fresco en su cabeza puesto que, en unos pocos meses, le costaría hacerlo y tendría que mirar una fotografía para reconstruirlo. Las lágrimas afloraron sin que reparara en ellas, hasta que notó un cosquilleo en la mejilla, se pasó las yemas de los dedos y vio que estaban húmedas. Era tan extraño. No podía abandonarse al dolor que experimentaba porque una parte de él se encontraba exultante por el nacimiento de Carlos. Y tampoco podía sentirse complemente feliz porque otra parte de él estaba consternada por la pérdida de su abuela. Convivir con unas emociones tan ambivalentes lo dejaban atascado en tierra de nadie, como un coche con las ruedas hundidas en un profundo charco de barro.

¿Por qué tenía la vida que ser tan caprichosa?

Cuando el sacerdote los bendijo y les dijo que podían irse, Gerardo se apartó de la pared y echó a andar por el pasillo central, pidiendo perdón a la gente que empujaba con suavidad, apartándola de su camino. Por fin llegó hasta la primera fila de bancos y se acercó a los miembros de su familia. Abrazó y besó a todos sus tíos, primos y sobrinos, y luego se escabulló cuando una hermana de su madre trató de hacerle más preguntas de las que procedían en ese momento acerca del nacimiento de su hijo. Avanzó hasta el ataúd de su abuela, que habían abierto para quien quisiera despedirse personalmente de ella, y la besó en la frente.

—De parte de Belén y mío. Hasta siempre, abuela. Te quiero —le dijo en voz muy baja. Hizo ademán de incorporarse, pero entonces recordó algo—: Ya ha nacido tu bisnieto. Es precioso, está sano y, por como llora, tiene unos pulmones de cantante de ópera. —Sonrió con tristeza—. Ojalá hubieras vivido unos días más para no irte sin conocerlo.

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