2. Corazones, flores y música

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Los corazones rojos aparecían en su piel. En el dorso de su mano, en su antebrazo, en su cuello, una vez pintó uno en su tobillo, justo encima del calcetín blanco. A Chan no le importaba tener que frotar para lavarlo, le daba igual porque cada dibujo le recordaba a un beso robado.

Esa era otra cosa que tenía en su piel: los labios de Patroclo.

Y le gustaba esa familiaridad con la que tomaba su mano y se escabullían para devorarse el uno al otro. La sensación de calor era embriagadora; los cuerpos chocando, los dedos desesperados por tocar, la mano que se coló bajo su camisa, las sonrisas secretas, los roces más discretos, todo era ardiente.

Era nuevo, era explosivo, era excitante.

Con el paso de las semanas, muchas cosas cambiaron. Por ejemplo, se movió de su lugar habitual junto a la ventana del salón para sentarse cerca de Narciso y Eco. El primero siempre tan celestialmente hermoso, el segundo tan extrañamente hipnotizado como él lo estaba por el duende.

No hablaba con ellos, sólo existía a su alrededor. Encontró que las repeticiones constantes de Eco eran más relajantes que agobiantes, como el ruido blanco que solía usar para intentar dormir (sin éxito la mayoría de veces).

A veces, Patroclo charlaba con ellos. Les preguntaba cómo había ido su día, si habían visto el último capítulo de una serie, si habían comido algo delicioso. Por supuesto, no había respuesta. Narciso continuaría dibujando, Eco repetiría la misma frase como un mantra. Tampoco hubiera importado si lo hicieran: nadie veía series allí y todos comían exactamente lo mismo.

Pero a Chan le gustaba esa positividad que irradiaba el pecoso cuando acariciaba el pelo negro de Narciso. También fue testigo de la sonrisa de hoyuelos de Eco el día que dibujó un corazón en la rodilla de su pijama blanco.

El tiempo se enfriaba cada vez más, el invierno había dejado atrás un otoño excepcionalmente corto. Empezaron a usar sudaderas grises sobre el pijama y las puertas al jardín se cerraron para que la calefacción no se escapara. Chan seguía disfrutando de paseos por el césped pulcramente cortado. A pesar de que la tierra estaba húmeda y el aire se escapaba en forma de vapor de su boca. No importaba que hiciera frío porque Patroclo seguía a su alrededor.

Un día subieron a la azotea durante una crisis.

En un instante, estaban sentados junto a Narciso y Eco y al momento siguiente alguien gritaba y lanzaba las mesas por el aire. El duende aprovechó el caos para tirar de su mano y arrastrarlo escaleras arriba. Estaba casi sin aliento cuando subieron los cuatro pisos y la pesada puerta se abrió.

Sin soltar sus dedos, los llevó al centro de la terraza. Chan miró de reojo los aparatos de aire acondicionado, colocados lo suficientemente cerca de la verja para poder saltar y encaramarse a la cima. Podría hacerlo ahora mismo: soltar a Patroclo y ser libre por fin. No más dolor, no más recuerdos, no más ruido, solo él y el aire frío; quería vivir el instante en el que su estómago se contraería, como en las atracciones de feria, para apagar todos los sonidos de su cabeza. Solo tenía que recorrer esos metros que lo separaban de la meta de esa carrera que empezó tantas veces.

—Bailemos —dijo Patroclo, con su pelo azul rodando a su alrededor cuando dio una vuelta sobre sí mismo.

—¿Qué?

We started dancing on the roof, might as well have been on the moon —cantó en voz baja.

Sus manos rodearon su cuello y sintió el cuerpo esbelto y cálido más cerca. Se olvidó del aparato de aire acondicionado, de la valla y de la libertad. Las manos fueron como enredaderas, aprisionando, anclando a Chan a una realidad de la que había querido huir. Encontró que ya no tenía tantas ganas de volar. Que prefería quedarse en el tejado bailando, sentarse junto a Narciso y Eco, visitar furtivamente la habitación de Orfeo, o Han, para escucharlo cantar, entrenar junto a Changbin, a quien le quedaba mucho mejor el nombre de Hércules.

AZUL PATROCLO | BangLix / ChanlixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora