3. Una galaxia, un niño y una canción

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No pudo encontrar a Patroclo por ninguna parte. No estaba en el salón, en la biblioteca, en las cocinas o en los jardines. Tampoco creía que estuviera en la azotea, porque lo esperó al pie de la escalera durante horas.

No quería pensar en ello, pero tal vez ya estaba afuera, se marchó y lo dejó solo. Quizá lo último que quedaba de él era el recuerdo del azul, del rosa, de la canela de sus pecas. Le dolía el pecho. Quería echarse a llorar y hacerse un ovillo bajo la cama de su habitación, como cuando era pequeño y tenía miedo.

Oh, cielos, él de verdad se sentía pequeño y tenía tanto, tantísimo miedo.

Su pecho era como un cristal quebradizo, lleno de vetas, sostenido apenas antes de estallar en mil pedazos.

Recordó a Hannah diciéndole que todo estaba bien, que no era el momento de hablar de eso, que tenía que curarse, que no había rencor, que nadie lo juzgaba. Pero Chan sabía que sí lo juzgaban, Hannah lo haría, su padre, ciertamente, lo hacía.

Y no podía más que aceptarlo todo. El resquemor que él mismo colocó en los corazones de su familia, ese aborrecimiento legítimo. Chan era una desgracia, cada decisión que tomó sólo lo empujó hasta ese inevitable final en el que estaba encerrado; llevando un pijama blanco y una sudadera gris, rodeado de otros parias que no podían estar afuera.

Eran la vergüenza, eran el recuerdo constante de los pasos equivocados, el bochornoso cadáver que había que esconder en el sótano.

Miró al salón, los rostros desencajados, los ojos desenfocados, las medicaciones aturdiendo el razonamiento, la baba que caía de una boca, el balanceo interminable de quienes no sabían lo que era real y lo que era imaginación. Sí, Chan podía aceptar su destino, podía admitir que nunca sería perdonado, que no podía salir de ahí.

Podía comprometerse con las mentiras de su hermana, también. Fingir que todo estaba bien, que Chan solo estaba allí porque necesitaba "sanar" y no porque apuntó con un arma a la mujer que le dio a luz después de diez horas de dolores y una episiotomía que la tuvo encamada durante semanas. Claro que sí.

Él era muy capaz de encajar en ese espacio si era el que Hannah quería que ocupara: "Sí, estoy mucho mejor", "tal vez pronto pueda salir", "este lugar es hermoso", "hay muchas flores en el jardín", "hago ejercicio", "como bien", "sí, Hannah, yo también estoy feliz". Bang Chan podía decir todo eso mil veces más.

Pero él sabía la verdad. Detrás de los sollozos de su hermana pequeña había un montón de frases escondidas: "¿Por qué lo hiciste?", "¿cómo pudiste?", "¿cómo te atreves a llamar?", "¿cómo eres capaz de mirarte al espejo?", "¿por qué no terminaste lo que empezaste con ese frasco de ansiolíticos?", "¿por qué sigues atormentándonos?". Por supuesto, Hannah nunca diría nada de eso, pero Chan sabía que lo pensaba. Él también lo pensaba.

Se arrastró hasta su habitación, tumbándose en la cama. Echó un vistazo a la ventana, rezando porque Patroclo apareciera y llenara el cristal de corazones, como la vidriera de una catedral. El templo en el que Bang Chan le rezaría, en el que mostraría su devoción arrodillándose, lavando con mimo sus pies, besando sus pequeños dedos, amándolo bien.

Pero no llegó. Se hizo de noche y ya no se veía nada detrás del cristal. La oscuridad cubrió el cuarto y la institución se fue a dormir. Chan todavía no pudo moverse de su posición, acurrucado bajo la manta, con el estómago hecho un nudo, los ojos secos y la certeza de que estaba tan solo como el día que entró allí.

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AZUL PATROCLO | BangLix / ChanlixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora