- Regreso a Faraway Town -

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Una vez más, Sunny volvió a encender la pantalla de su móvil. Era la décimo novena vez consecutiva que lo hacía desde que había salido de casa, se había montado en su coche, y había emprendido el rumbo por la autopista. Aunque su característico rostro inexpresivo aparentaba que se encontraba bien, los gestos delataban sus nervios: revisaba la hora una y otra vez, esperando que el tiempo avanzase cuanto antes, porque la angustia de esperar le causaba mareos. Nuevamente miró el teléfono, tecleó el PIN, abrió la bandeja de mensajes y releyó la conversación del chat de más arriba, esperando quién sabe qué, ya que todo seguía tal y como lo habían zanjado la noche anterior. «¡Hasta mañana, Sunny! ⭐😉», aquel mensaje tan simpático aceleraba su corazón y lo hacía palpitar de tal manera que sentía como si le fuesen a salir piernas, fuera a perforar los músculos de su pecho y fuera a correr libre, lejos de allí, hacia algún lugar mejor, donde ya nada pudiera perturbarlo.

Cada vez que se detenía ante un semáforo en rojo era un suplicio. Su dedo índice repiqueteaba en la parte superior del volante, su pierna izquierda se desplazaba de arriba a abajo reiteradamente, y si tardaba la luz roja en cambiarse, chasqueaba la lengua para expresar su disgusto. Quería ir, pero al mismo tiempo no. ¿Y si el pueblo se hubiera congelado en el tiempo durante todos aquellos años y nada hubiera cambiado? Pero, ¿y si con el paso de los años, tras haber reflexionado detenidamente, ellos habían decidido odiarlo debido a aquella cruel confesión? ¿Y si lo único que lo esperaba allí no era más que desprecio por parte de los que aún, en el fondo, consideraba sus seres queridos? La duda tortura, es una frase tan real que roza lo espeluznante. «Tranquilo, respira... Todo saldrá bien», se dijo a sí mismo; «si de verdad no quisieran verte, no te habrían convocado. O al menos él... Al menos sabes que él quiere verte».

Fue un trayecto largo, que agotó las pocas energías que le quedaban. La luz solar atravesaba débilmente los cristales de la ventanilla, y los rayos acariciaban su pálida mejilla, bañándola de una calidez reconfortante. La bóveda celeste se encontraba totalmente despejada, ni una sola nube a la vista que pudiera tapar el intenso azul de la aurora. Los pájaros cantaban melodiosas sinfonías, y las hojas amarillentas de los árboles se balanceaban suavemente, empujadas por la brisa otoñal, que no era fría ni seca. Era un paisaje idílico, casi perteneciente a una égloga renacentista. Pero la perfección favorable de la naturaleza no era suficiente para apaciguar la ansiedad de Sunny, ni por un momento. Tras circular durante horas en línea recta por la carretera, habiendo pasado por la playa y posteriormente por la alameda de las afueras, al fin logró divisar a lo lejos el cartel viejo, cuyas letras descoloridas formaban aquel nombre tan nostálgico: «Faraway Town, a 10 km». Cuando lo leyó, sus manos comenzaron a sudar. El día en el que se mudó, el camino de ida no le resultó tan pesado, pero esta vez se había sentido como una eternidad. Ya quedaba menos para su tan ansiado, a la par que temido, reencuentro. Aunque él rezaba constantemente para que no fuera una decepción, una insufrible y dolorosa decepción.

Su Chevrolet negro atravesó el umbral de la calle de entrada. Ya estaba allí, en su querido pueblo natal, donde había experimentado tantos buenos recuerdos, al igual que desgracias dantescas. Se respiraba en el ambiente una extraña familiaridad que creía haber olvidado. Por fortuna había aparcamiento cerca de una peluquería, casi a la entrada del pueblo, así que dejó allí su vehículo. Antes de poner un pie afuera, suspiró profundamente, tomó su bandolera, y se la colgó sobre el hombro derecho. Se miró en el espejo del retrovisor y se topó de lleno con su tan característica  cicatriz, que atravesaba su globo ocular, en cuyo centro yacía un iris totalmente blanco. Parecía una luna llena, o una bola de queso mozarella. Siempre solía llevar su parche médico puesto, ya que le causaba una gran inseguridad que los demás vieran que era tuerto y sintieran asco, o le preguntasen sin remilgos acerca de los eventos que habían causado el estado de ese ojo malherido. Demasiados malos recuerdos como para tener que explicárselos a cada persona que se le antojase preguntar por ello con descaro. Pero por algún motivo, pensó que sería correcto no esconderlo, aunque fuera sólo esa vez.

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