Doce: A la sombra de la luna

0 0 0
                                    

Fue como si el tiempo se detuviera. Los dedos de ella y los de él se rozaban apenas unos milímetros. Las monedas saltaron de la mano de Zita a la de él. Sus ojos se encontraron. Zita se sonrojó y el muchacho hizo una extraña mueca. Las manos se separaron, pero el calor siguió en las yemas de los dedos de ella. No se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Exhaló mientras la mueca del joven se deformaba en una expresión que solo podía significar una cosa: el más profundo desagrado. Se miró la mano una fracción de segundo antes de guardarse el dinero en el bolsillo.

―Gracias, vuelve pronto ―logró decir Zita con una temblorosa voz. El temblor no tardó en extenderse por todo su cuerpo.

El muchacho no respondió. Ni siquiera parecía que la hubiera oído. Inspiró con fuerza por la nariz y, pecho henchido, giró sobre los talones en total silencio. Ella lo observó salir de la panadería a toda prisa, cerrando la puerta con fuerza tras de sí. El estrépito del portazo fue tal que Don Cesario asomó la cabeza por la puertecilla que llevaba al horno.

―¿Qué ha sido ese golpe?

―¿Qué...? ¡Ah! Nada, Don Cesario. El viento debe de haber cerrado la puerta.

―Ya, pues ábrela, no se vaya a pensar la gente que estamos cerrados.

―Claro. ―Mientras Don Cesario volvía a perderse en el horno, Zita rodeaba el mostrador y abría la puerta. Se asomó a la calle con la vana esperanza de rescatar un último vistazo fugaz del muchacho. Sin embargo, ni rastro quedaba de él en la tórrida callejuela. No pudo evitar dejar de mirarse la mano mientras regresaba al mostrador. Sus labios se encorvaron en una sonrisa tan amplia que casi le resultaba doloroso, pero poco le importó: sus manos se habían rozado. Cierto, había sido de forma accidental y el contacto no había durado más de un segundo, pero, aun así... Tras lo ocurrido la noche anterior, aquello era mucho más de lo que podría haber esperado.

Suspiró. La melodía que silbaba Don Cesario con tanto empeño danzó desde el horno hasta los oídos de Zita que, sin percatarse de ello, había comenzado a tararear al mismo son. Su cuerpo comenzó a contonearse al ritmo de la cancioncilla y, en cuestión de segundos, se encontró danzando tras el mostrador. Una deliciosa sensación de ingravidez la acompañaba y aún sentía aquel maravilloso calor en el punto exacto en el que la mano del joven había rozado la de ella.

Tras unos minutos, Don Cesario, que cargaba con una nueva hornada ―a pesar de que no había habido tiempo aún para vender la anterior―, sonrió al ver el rostro resplandeciente de Zita, al oír su cantarina voz tarareando la melodía que él ya había dejado olvidada pero a la que ella, en cambio, parecía aferrarse con ahínco. Tentado estuvo de lanzarle algún comentario pero, temiéndose que pudiera tomárselo a pecho y que su inusual alegría se agriase, tuvo a bien limitarse a observarla de brazos cruzados y apoyado contra el marco de la puerta.

Ella, ajena, seguía salpicando la panadería con las brillantes notas de aquella canción que repetía en bucle. Entre verso y verso, la escoba entre sus manos danzaba con ella por el establecimiento, a pesar de que el suelo lucía impoluto. Zita ni siquiera pareció percatarse de que al primer par de ojos que la observaban se habían sumado otros dos: una madre joven, con su hijo pequeño agarrado de la mano, se detuvieron, un tanto azorados, frente a la entrada al descubrir a la panadera bailando aferrada a la escoba.

―¡Oh! ―suspiró Zita al ver a los nuevos clientes. Colocó la escoba en el rincón y, con mejillas sonrosadas, se colocó tras el mostrador. Con una sonrisa que podría competir en resplandor con la misma luna, dijo―: Buenos días. ¿Cómo puedo ayudaros?

―Quería dos barras de pan, por favor.

―Ahora mismo, claro que sí ―canturreó Zita. Además de la comanda de la mujer, agarró también uno de los pequeños cruasanes que Don Cesario había dejado en el mostrador con la última hornada; aún estaba caliente. Rodeó la repisa y se agachó frente al niño, de modo que los ojos de ella quedasen a la misma altura que los de él.

#ProyectoSeleneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora