Prólogo: Tres demonios

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La puerta se cerró al fin. Dolores suspiró mientras se frotaba los riñones. Si aquel último cliente no hubiera entrado a toda prisa a escasos minutos del cierre, ella tal vez ya estaría en casa. ¿Quién esperaba hasta las ocho de la noche para comprar un jurel?

Murmurando para sí, Dolores se deshizo del pestilente y mugriento delantal. Los gruesos guantes cayeron sobre él. Como de costumbre, necesitaría un buen baño caliente al llegar a casa. Salió de detrás del mostrador una vez hubo descartado todo el género que no había vendido. Todo excepto una hermosa corvina que acabaría en el guiso de aquella noche.

Tras envolver el pescado en un pedazo de papel, apagó las luces y salió a la gélida noche. Bajó la persiana, echó la llave y se aseguró dos veces de que el establecimiento estuviera debidamente cerrado.

Cuando estuvo del todo convencida de que la persiana no podría subirse sin la llave, Dolores echó a caminar calle abajo. El invierno se había instalado de lleno en el pueblo: todavía veía en el suelo los restos de la nevada de tres días atrás. Se estremeció. Debían de estar a un par de grados bajo cero.

Aceleró el paso mientras se ajustaba bien el abrigo. El viento invernal le mordía la mano con la que sostenía el pescado. Cuanto antes llegase a casa, antes podría preparar el delicioso guiso. La receta, de cosecha propia, nunca dejaba indiferente a nadie.

Acompañada por nada más que el repiqueteo de sus zapatos en el frío suelo de adoquines, repasó mentalmente los ingredientes. Además de la corvina, reina del plato, necesitaría patatas, algo de cebolla y, si le quedaba alguno, tomates, aunque podría omitirlos. Mucho se temía que debería prescindir del vino aquella noche, puesto que Ernesto había apurado la última botella el día anterior. El guiso no quedaría igual de sabroso, pero no era nada grave.

Estaba tan concentrada recordando los pasos a seguir para la elaboración de su guiso que casi ni se percató de que, a su espalda, la luz parecía arremolinarse de manera extraña. Como si las farolas temblasen detrás de ella. De reojo, miró atrás. Vio que su sombra no estaba sola. Detrás, delgada y larga, otra figura oscura recortaba los charcos de luz que manchaban el suelo.

Volvió la vista atrás con disimulo, para tratar de encontrar el rostro de la persona que caminaba varios metros más allá. Las facciones con las que se topase determinarían si su repentina alarma era o no infundada.

Sin embargo, no encontró ojos. Ni nariz, ni boca. La persona que andaba detrás de ella estaba ataviada con una gruesa capa negra y la esponjosa capucha le cubría la cabeza, lo que provocaba que las sombras se extendieran más allá de su rostro. Tan oculto estaba el cuerpo que Dolores ni siquiera logró determinar si se trataba de un hombre o una mujer.

Su corazón se aceleró. Tenía un terrible presentimiento. Estaba completamente sola en mitad de la noche y una sospechosa figura le pisaba los talones. Fingió no haberse percatado de que no estaba sola, pero aun así aceleró el paso. El tac, tac, tac de sus zapatos resonó por la calle, el eco le inundaba los oídos. Sentía la respiración cada vez más dificultosa, más pesada. El frío que la había azotado al abandonar la pescadería había dejado paso a un pegajoso calor que le impregnaba mejillas, brazos y piernas.

De improviso, dobló una esquina, a pesar de que el camino más rápido a casa era Calle Mayor arriba. Su preocupación en esos momentos no era solo llegar al acogedor calor del hogar, sino perder de vista a quienquiera que fuese que la estaba persiguiendo. Sí, no tenía ni la más mínima duda de que aquello era lo que ocurría: aquella persona la perseguía. Sus temores se confirmaron cuando vio la silueta doblar la misma esquina que ella.

Con el corazón en un puño y un ligero mareo que comenzaba a nublarle la vista, Dolores echó a correr. Ahogó un grito cuando oyó que los pasos de su perseguidor se aceleraban al compás de los de ella.

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