Londres, viernes 17 de febrero de 1843.
A las siete y media de la mañana, Lawrence Martin, marqués de Bolton, entró a la inmensa biblioteca de Rock Hall, residencia de sus padres, los duques de Hastings. Aquello era toda una rareza, no lo hacía antes de las nueve, pero decidió que era un buen momento para trabajar.
La estancia era presidida por el escritorio de su padre ―el cual Lawrence esperaba usar en muchos, muchos años más―, y otros dos más pequeños que usaban los demás miembros de la familia para sus distintas actividades.
Ahí estaba Alec, uno de sus hermanos mayores ―hermanastro, si se quiere ser más preciso, mas no lo acertado por el profundo afecto que se prodigaban―, el cual revisaba unos documentos y parecía no haber reparado en su presencia.
Él sí madrugaba.
―Buenos días. ―Sí, Alec había notado su llegada. Sin levantar la mirada ni dejar de escribir, preguntó―: ¿Te caíste de la cama o vienes llegando de alguna reunión social?
Reunión social era un eufemismo para denominar la compañía femenina y casual a la cual era aficionado su hermano.
Lawrence se sentó frente a él con propiedad y le respondió:
―¿Quieres que mienta o te escandalice?
La pluma de Alec dejó de rasgar el papel e hizo contacto visual con su hermano.
―Ya sabes mi respuesta, Samael ―desafió llamándolo por su apodo, el cual eligió Lawrence a la hora de entrar en Eton y ser parte de los Herederos del Diablo, y con razón, el marqués podía ser tanto o peor que la serpiente del Edén―. Difícilmente tus andadas me escandalizan.
Lawrence sonrió y puso sus pies sobre la mesa, cruzándolos por los tobillos. Los dedos de sus manos se entrelazaron sobre su vientre. Alec le dedicó una breve mirada de reojo a los lustrosos zapatos de cuero y arqueó una ceja. Dejó la pluma en el tintero.
Fuera de ello, nada más sucedió. Lawrence dijo al fin:
―Siempre tan imperturbable, Forneus. ―Ese era el alias de Alec, el gran marqués infernal, da a los hombres un buen nombre y los hace amados por sus amigos y enemigos―. La verdad es que vengo de una reunión social... ―Y resopló.
Silencio.
Algo serio ocurría.
―¿Y qué pasó? ―indagó Alec.
―Nada, eso pasó... ¡Nada! ―Ladeó su cabeza y añadió―: ¿Debería ser así? ¿Es normal?
Una media sonrisa tiró la comisura de la boca de Alec y respondió:
―Pues... depende. ―Lawrence bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia adelante, demandando a que su hermano prosiguiera―. Suele suceder por diversos motivos, ¿nunca había sucedido?
―Pues no... ¿A ti te ha pasado? Y no me vengas con que me lo he buscado, solo no oculto lo que todos hacen.
Alec se rascó el mentón y replicó:
―La discreción nunca fue tu fuerte... Respondiendo a tu pregunta, jamás me ha sucedido. ¿Podrías detallar cómo se desarrollaron los hechos?
Lawrence meditó, temía que su hermano lo reprendiera, porque sabía que a él no le iba a gustar el asunto. Sin embargo, respetaba su opinión y respondió lacónico:
―Caro. La viuda de Springham.
Alec hizo una mueca antes de decir:
―Ya veo... ¿Y cómo te sientes respecto a ello?
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[A LA VENTA EN AMAZON ] Una dama inesperada
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