Compañera de juegos

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Nene no sabía por qué su madre le había levantado a mitad del día, ni por que se veía tan alterada, le llevo por un pasadizo secreto y por el mismo se introdujeron en la oscuridad, avanzando por un largo pasillo, luego escaleras abajo, un escalón tras otro, era peligroso, no podían ir a mucha prisa, aunque su madre le apuraba para que lo hiciera.

—Tenemos que cruzar la muralla, antes de que oscurezca, cruzar la muralla, y estaremos a salvo.

Aunque Nene intento retenerla cuando presintió que su madre estaba por perder el equilibrio, no pudo alcanzarla a tiempo y esta alcanzo a golpearse con los escalones. La anciana se mordió a sí misma su mano para evitar gritar.

—Por los dioses — exclamo Nene, su madre intento decirle que siguiera adelante, pero el dolor por su pierna rota le impidió articular palabra alguna. Nene trato de decirle que iría a pedir ayuda, pero apenas lo insinuó su madre se abalanzo sobre ella y le cubrió la boca.

—No ayuda, ayuda no, vete, vete...— entre gemidos agónicos de dolor, sus palabras apenas eran entendibles— Cruza la muralla... la muralla... vete en los carromatos... solo hazlo.

No soportaba ver a su madre en ese estado, aunque no entendía que era lo que pasaba, siguió su consejo de salir por las escaleras entre la seguridad del pasadizo, pero no se iría sin su madre, por lo que hizo todo lo que le fue posible para llevarla consigo, aun cuando la mujer se mantenía terca con que le abandonara. Cuando lograron salir de los pasadizos y atravesaron el primer muro, todavía tenían que recorrer un largo trecho entre calles y callejuelas, algunos asolados por el incandescente sol, solo para poder atravesar la ciudadela, hasta la muralla exterior. Naturalmente, en el estado de su madre, quien no dejo de insistir que le abandonara, hizo que fuera imposible que llegaran antes de que oscureciera. En su lugar Nene pudo arrastrarla hasta una posada dirigida por una amiga de la familia, donde las dos estarían a salvo, al menos por un tiempo.

La dependiente le dio algo a su madre para que reposada e hizo lo posible por tratar su pierna lastimada. Nene permaneció a su lado, velando por ella hasta que una voz ronca le despertó.

—Te dije que te fueras... te dije que te fueras.

—Porque te abandonaría...— murmuro Nene con una voz entre dolida y preocupada, después de todo, desde la muerte de sus hermanos, su madre era todo lo que le quedaba.

—No me vengas con eso... tu...— hizo una pausa, trato de reincorporarse, pero tras hacer una severa mueca de dolor regreso a la cama— Tienes que ser egoísta... para sobrevivir, no puedes cargar con una miserable anciana, menos una que no puede ni levantarse...

Las palabras que su madre le decía le sonaban lógicas, pero no iba a decírselo ahora, aunque estuviera de acuerdo, una parte de ella apreciaba lo suficiente a esa mujer como para querer mantenerla con vida, o quizás, no era eso, si no su miedo a quedarse eventualmente sola. Todas las personas que a amado y apreciado, han muerto, algunos incluso los ha visto morir o ser sometidos por la maldición del hambre.

—Tú me lo dijiste, me dijiste que te había elegido...

—¿Era eso? Por eso me sacaste de la cama, por eso me intentaste sacar del castillo— pregunto Nene extrañada, la anciana solo se limitó a asentir. Nene no sabio si reírse, trato de contenerse, no le pareció apropiado, agradeció que las sombras del salón disimularan la sonrisa que se le escapo— Egoísta. Si eh de ser egoísta, te contradices, madre.

—Eres mi hija... dioses... No sabes... no lo sabes aun, de la que te eh salvado.... Dioses— Su madre no dejaba de quejarse del dolor.

Apenas unas horas antes de que su madre le levantara de la cama y obligara a salir a escondidas del castillo, le reina había hecho un llamamiento a todas las sirvientas jóvenes, Nene trabajaba en las cocinas, fue una sorpresa que la mujer le llamara a ella y todas las demás. Las pusieron en fila, ninguna debía moverse de su sitio, esperaron hasta que al fin apareció la reina, con un precioso vertido verde escotado que arrastraba una larga cola atrás de si, en sus brazos, la mujer llevaba a su hijo, el príncipe Glaurong, de tan solo 3 años, bestia un trajecito blanco que le hacía parecer un muñeco, estaba abrasado a su madre, con la cabeza sepultada entre su pecho abundante y firme. La mujer, alta y pálida, miraba a cada una de las doncellas con indiferencia. Su careta era un tanto extraña, la piel parecía estirada, pero aún conservaba una pisca de la belleza que la caracterizaba.

Los tres castigos y otros cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora