No sé por qué me desperté acá.
Tengo los brazos llenos de moretones y heridas, y no siento las piernas. Me miro las manos con la luz tenue que viene de lejos, pero cuando trato de ver dónde está, por suave que sea, me enceguece. Pasé mucho tiempo en la oscuridad, parece.
Recuerdo que me estaba muriendo de risa hasta que abrí los ojos en un ambiente completamente negro. La desesperación que eso me produjo me llevó a un llanto en el que casi me quedo sin aire.
Pero me dormí. Me dije que si tenía que morirme ahí, lo iba a hacer con dignidad. Me hice un bollito en un rincón, pensando que el oxígeno iba a consumirse enseguida. Sin embargo, no fue así. No entendía por qué.
Me habrá despertado la luz.
Miro hacia delante, y me doy cuenta de que estoy en un túnel. Forzando a mis piernas a moverse, me pongo de pie a duras penas y camino, agarrándome de las paredes. Son de tierra, así que se deshacen entre mis dedos y tropiezo varias veces, pero no me pienso dejar caer.
Sigo caminando para buscar la fuente de la luz que me abrió los ojos, pero ya llevo más de veinte metros y sigue igual; no se vuelve más fuerte en ningún punto. No entiendo por qué, pero estoy cansada.
Apoyo mi espalda en la tierra y me quedo mirando hacia arriba por largo rato, tratando de pensar en una forma de entretenerme hasta que muera ahí dentro. Entonces veo algo blanco entre la oscuridad. Un hilito. Un hilito con muchos hilitos.
Estiro la mano para agarrarlo y cuando lo logro, tiro. Se parte.
Es una raíz.
Arriba hay un temblor y una nube de polvo me rodea; escucho estruendos y un derrumbe. Ambos lados del túnel se tapan completamente: ya no tengo salida. Si no muero por asfixia, va a ser por hambre y sed. No hay nada más que pueda hacer. Me acuesto en el piso y todos los momentos hermosos que viví se pasan por mi mente en cámara lenta. Cómo me gustaría vivir cosas como esas otra vez, aunque fuera por un segundo.
Cierro los ojos y me despido de todo lo que alguna vez soñé. Respiro con calma, profundamente, tratando de extender las horas (o minutos) que me quedan. Pero cuando me quiero dormir, me molesta algo en la espalda. Algo me hace cosquillas.
Me acomodo para ver bien qué es. Otra raíz. El cerebro me hace un clic instantáneo.
Como un animal, me arrojo a los costados tapados para buscar algo con lo que abrirme paso entre la tierra y encontrar el origen del pedazo de vida. Lamentablemente, es todo polvo.
No me quiero dejar morir acá, no pienso hacerlo, no quiero ser parte de un hallazgo arqueológico. Con toda la bronca de estar atrapada, con la impotencia por estar obligada a pasar el resto de mis horas acá, raspo la pared con mis uñas. Mi piel se va venciendo y se rompe, se corta, sangra. A pesar del ardor, continúo.
No me llegó la hora.
Pero mis fuerzas van agotándose de a poco. Me siento en el suelo.
"Ya está" me digo. Se terminó. No voy a llegar, el aire se va a acabar pronto y voy a sucumbir rápidamente.
Se me empiezan a escapar lágrimas y golpeo mi intento de excavación con toda la ira que, en este momento, me consume completamente. De a pedacitos, la tierra se cae con cada sacudón que provoca mi puño lastimado. Y entonces le doy a un pedazo de algo que no es lo que me rodea, sino más duro aún. Lo agarro con dedos temblorosos y tiro con toda la fuerza que me queda.
Algo se rasga y se rompe, cae más mugre, y una línea de luz aparece.
Me duelen los hombros y los brazos ya no me dan para más, sin embargo, a pesar de aquello, me estiro para empezar a escarbar. El haz de luz se hace cada vez más grande, y con las mejillas mojadas, encuentro hojas. Hojas, y más raíces.
Cuando en el hueco hay espacio suficiente para mis dos manos, empiezo a darle golpes al espacio para ir abriéndome paso. El agujero se va agrandando, y en el túnel ya no hay oscuridad. Sonrío.
Haciendo fuerza, y con varios saltos, logro deslizar los brazos hacia afuera. Hago presión sobre un suave colchón de hierba, agarrándome bien a las diminutas hojas, disfrutando de poder tocarlas otra vez e ignorando las heridas, que ya pican.
Saco los hombros y la cabeza. Respiro hondo y, con gran emoción, contemplo el maravilloso paisaje que me rodea: árboles altísimos, flores silvestres de diversos colores y a lo lejos varias montañas. Deben ser las cuatro de la tarde, y el cielo está despejado. El Sol ilumina mi piel y me da calor otra vez, lo que me llena de energía para terminar de salir.
Una vez afuera, camino un par de metros y me acuesto entre flores blancas, tan chiquitas como la punta de mi dedo meñique. Cierro los ojos y me avivo: estoy viva. Estoy respirando. Logré sobrevivir. Esos pensamientos me nublan la vista con lágrimas, pero me las seco enseguida.
De no ser por lo cansada que estoy, en este momento estaría saltando y bailando entre los árboles. Todo acá es tan hermoso, tan tranquilo, tan colorido.
Van apareciendo nubes. Sin embargo, el Sol aún se ve en el cielo, así que empiezo a buscarles formas. Formas de cosas que me hacen feliz. Flores, niños, aves...
Entretenida, pero también exhausta, siento que mis párpados se van cerrando. Todo está en paz, al fin.
Pero un trueno interrumpe mi tranquilidad, y en cuanto mis ojos se abren, el cielo está tan negro como la oscuridad en la que desperté en el comienzo de mi relato. Me pongo de pie. Hay suficiente claridad como para ver por dónde voy.
Ya no tengo miedo.
De esta, salgo ilesa.