II

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 El único acompañante de su soledad era el monótono tic-tac del reloj que yacía sobre el escritorio, marcando el implacable paso del tiempo. En ese rincón silencioso de Hogwarts, el profesor de pociones se sumía en el encargo peculiar de Albus Dumbledore.

"-Regresión-", murmuró Severus con un dejo de resignación en su voz. No tenia una idea clara de que quería Albus solo tenia 3 instrucciones clara escritas en el pergamino que se le dio

El hechizo, debía concebirse en la magia no verbal, algo que incluso un mago mudo podría ejecutar Severus frunció el ceño,. ¿Por qué la necesidad de ser no verbal?

La segunda instrucción exigía que el hechizo no desprendiera destellos evidentes, apenas un resplandor tenue.

La tercera instrucción, escrita en tinta más oscura, resonaba con una nota de exigencia en la mente de Snape. El hechizo debía ser eficaz y duradero,, al final de aquel pergamino escrito de manera tenue venia una pequeña nota una petición de la creación de un contrahechizo. El viejo Dumbledore, con su peculiar sentido de la justicia, pagaba lo mínimo y exigía lo máximo, desafiando la poca cordura que le quedaba a Snape.

Un suspiro escapó de los labios del profesor de pociones mientras recorría con la mirada el pergamino arrugado que descansaba sobre el escritorio. Miro su ventana apreciando la oscuridad de aquella noche empezando a divagar, si tan solo no se hubiera unido a las filas de Voldemort no estaría en su situación actual, el nunca quiso ser maestro o mentor, desde su adolescencia le molestaba un poco recibir peticiones de sus amigos (los cuales no eran muchos) sobre asesorías pero terminaba accedíendo por la relación cercana que tenia con ellos, otra cosa era enseñar a niños que pocas veces le prestaban atención, lo único que lo mantenía atado a ese rincón de Hogwarts era la promesa que le dio a el cadáver de su difunta amiga, protegería a su hijo

Severus soltó un suspiro melancólico, dejando que sus pensamientos se disipara en el. Movió su cabeza en un intento de liberarse de la telaraña de recuerdos que amenazaba con envolverlo. Con movimientos mecánicos, alcanzó la taza de café amargo, sintiendo el calor reconfortante del líquido amargo al deslizarse por su garganta.

Desviando su mirada hacia el escritorio, Severus abrió un cajón con movimientos tranquilos. Una pluma y un pergamino en blanco emergieron de el, listos para dar vida a las ideas que bullían en la mente del mago. No había espacio para divagaciones; el tiempo, como siempre, era un enemigo implacable.

La pluma se movía con agilidad, plasmando en el papel las ideas que brotaban de la mente inquieta de Severus. Pronto, las palabras se convirtieron en símbolos y trazos, un lenguaje mágico que solo él comprendía. Pero la teoría debía dar paso a la práctica.

Un pequeño sapo, testigo involuntario de los experimentos de Snape, yacía expectante en un acuario que reposaba en una esquina del escritorio. Severus se sumió en la ejecución de su hechizo. No tenía intención de dañar al pobre animal; después de todo, encontrar un reemplazo no estaba entre sus prioridades.

El sapo, aparentemente resignado a su papel en las experimentaciones, paciente testigo de la frustración de Severus, parecía adormecida por la repetitiva cadencia de hechizos. Pero el profesor de Pociones no estaba dispuesto a darse por vencido. la frustración se reflejaba en el rostro del mago cada vez que el hechizo no cumplía completamente con las exigencias de Dumbledore.

Diez intentos, y el escritorio se llenaba de pergamino descartado y la mirada desafiante del sapo. No es que los hechizos no funcionaran; simplemente no alcanzaban la perfección exigida. Algunos perdían efecto en cuestión de segundos, otros iluminaban la estancia con un resplandor casi cegador, y la mayoría fallaba al no poder ejecutarse sin magia verbal

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