Capitulo I

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El fuego lo nubló todo: los árboles, las casas, los campos. En un breve instante, el negro humo se espesó, oscureciendo a la propia noche. Los gritos de pánico, los llantos de los niños, de los adultos, de los ancianos, unos bramidos desesperados que se colaban en un lugar donde era imposible escapar, donde la parca aguardaba paciente. ¿Acaso hay peor muerte?

Ithil abrió los ojos, tomó una profunda bocanada de aire y se incorporó. Volvió a tener la misma pesadilla. Observó el cielo despejado encima suyo, ya amanecía. Una brisa suave mecía las ramas, las flores, su cabello plateado y el pelaje negro de su caballo. La lluvia del día anterior dejó frío, el olor a petricor y una humedad insoportable si uno debía dormir al raso. Además Ithil no podía arriesgarse a encender una fogata, alguien podría descubrirla, ¿y entonces qué? 

Se incorporó, y su caballo Arhain acercó su hocico para recibir una caricia, y tal vez el desayuno. Ithil sólo pudo ofrecerle una manzana pocha —¡era la última!— y lo incitó para que pastara por la zona, quizás tenía suerte. Ella comió unas nueces y se acercó al riachuelo donde tomó agua con sus finas manos. Necesitaba provisiones y pronto, porque el camino que le esperaba hasta llegar a Phinë, el único poblado ėlfico que conocía, era largo y tedioso, o eso le habían dicho los árboles, que con su energía le guiaban en su cometido. Ithil se olisqueó a sí misma y arrugó la nariz. Se quitó la túnica gris y enredó entre sus dedos la cadena de su colgante, que aguardaba un ópalo que cambiaba de color según la luz —a veces era rojo, pero la mayoría de veces era amarillo— y tardó unos instantes en decidir si quitárselo o no. No quería que se perdiera por la corriente, aunque sabía que no debía separarse de él. «Lo único que me queda de mi pasado», pensó antes de pasarlo por su cuello y dejarlo entre los pliegues de su ropa. No había nadie en ese bosque, no pasará nada.

 Y entonces, completamente desnuda se tiró al agua para purificarse. Fría, cristalina, un poco tumultuosa. Se relajó unos instantes. El sonido de una rama resquebajarse la hizo ponerse en guardia. Cerró los ojos y notó la presencia de un humano. Muy cerca, tanto que no comprendía porque no lo había sentido antes. Y antes de girarse ocultó con su lacio cabello sus puntiagudas orejas. Justo al lado de su ropa, en la orilla del río vio a un hombre de cuclillas que la miraba fija en ella: ojos negros que se clavaron en su pupila verde, como una flecha en una hoja. Ninguno dijo nada durante unos segundos, hasta que él preguntó con una voz gruesa y profunda:

—¿Quién eres?

Mágica tentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora