1. El obispo

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Faltan pocos minutos para el mediodía. Algunas monjas del convento recorren inquietas las galerías que desembocan en el patio principal, en el cual me encuentro.

Al levantar la vista hacia la primera ventana de la planta alta, apenas distingo a la hermana Bianca haciendo ademanes violentos contra lo que parece ser una olla con algo hirviendo dentro. Alzo la mano de manera que cubro el rayo directo del sol que choca contra mis ojos, en un intento por agudizar mi vista, pero automáticamente aparecen manchas negras en mi campo de visión, por lo que discierno de esa idea y me acomodo contra la pared, dándole la espalda. El calor comienza a escalar por la parte trasera de mi cuerpo, apaciguando el frío.

Las enredaderas trepan estrepitosas por cada uno de los muros que encierran el patio. Algunas han comenzado a florecer, anunciando en su deleite la pronta llegada de la primavera. El olor a azucenas y jazmines inunda el ambiente. Siempre he disfrutado las horas de luz en invierno. En El Litoral no puedes tumbarte al aire libre a las 12:00 A.M. todos los días del año sin consecuencia alguna.

Hay sólo dos grupos de estudiantes en el patio: unas tres chicas jugando lo que parece ser una agresiva partida de cartas en una de las mesas de la esquina sureste; y un grupo de cuatro alumnos conversando mientras se dirigen al edificio de Ciencias Sociales. Uno de ellos se da la vuelta mientras le susurra algo al más alto del grupo y al instante comienzan a apresurar la marcha, mientras lanzan miradas rápidas por encima de su hombro. Iván, uno de mis pocos amigos aquí, me dirige una mueca de fastidio y pone los ojos en blanco cuando señala hacia mis espaldas.

Al seguir la dirección de su mirada entiendo el por qué.

Fernando acaba de salir de uno de los arcos de la galería principal y está bajando por los escalones de adoquines que atraviesan de extremo a extremo el lugar. Camina apresuradamente con los hombros rígidos, y alcanzo a apreciar chispas de ira en sus ojos, las cuales se disipan inmediatamente... Me pregunto si habré visto mal.

Su postura no me sorprende en absoluto. Fernando se ha encargado por cinco años de hacer mi paso por el instituto una experiencia de lo más desagradable posible. Es el típico guardián antipático y empecinado en administrar castigos a cualquiera que no siga al pie de la letra las reglas institucionales.

Es de común conocimiento para todos que, cada tanto tiempo, Fernando tiene su época de obsesión con algún alumno específico. Lo persigue día y noche, hace guardia en la puerta de su habitación y lo acusa frente a las autoridades del instituto por cualquier razón. Por más estúpida que sea. Esta situación no es ajena a mí, más de una vez fui yo quien padeció esa impaciente secuencia.

—Marcucci —exclama mientras me examina de arriba a abajo con una mueca desagradable, probablemente intentando recordarme el rechazo que siente por mí—. Te esperan en el despacho de la directora.

Me detengo un par de segundos a analizar sus palabras. Algo en su tono de voz no encaja.

Lo conozco muy bien, cuando Fernando logra envolverte en un conflicto dedica elaborados discursos irónicos y siempre hace todo un desfile hasta donde estuvieras. Estoy segura de que su trabajo como jefe de preceptores es una simple cortina de humo que utiliza para ocultar su verdadera vocación: ser lo más parecido a un verdugo. He llegado a pensar que la mayor meta de vida de este hombre es regodearse en esas victorias lo más que pueda antes de llevarte ante la hermana Helena, quien es la directora del San Miguel y a la vez madre superiora del convento, para ser castigado.

Pero esta vez es diferente. Parece enojado, todo en su altiva postura y gestos sugiere desprecio, pero (sorprendentemente) no por mí. Ni siquiera se ha percatado de que llevo el móvil en la mano, el cual no se permite utilizar en días de semana mientras nos encontramos en las áreas académicas. Ese descuido solo puede significar una cosa: buenas noticias.

El séptimo hijoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora