Parece un buen día

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Despierto en una mañana inquieta

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Despierto en una mañana inquieta. Es de esas en las que el sol se anima, poco a poco, a salir, no corre ni una brizna de aire y los pájaros parecen confabulados para que sus cánticos suenen a destiempo. No sé por qué, pero mientras abandono mi hogar siento un pequeño nudo en el estómago que no consigo desentrañar. 

¿Será un mal augurio? ¿Los nervios que anticipan buenas noticias? O puede que, aplicando la navaja, sea la opción más probable: Tengo hambre. 

Decidiéndome por esta última opción, siendo la que menos esfuerzo mental necesita por mi parte a estas horas del amanecer, comienzo a buscar las mejores opciones para el desayuno. La verdad, no es que el menú para elegir sea muy variado, pero estoy tan acostumbrado a vivir en este claro que la sola idea de mudarme me causa dolor de cabeza.

Lo primero que se puede apreciar es el verde tan intenso que pinta el paisaje. La primavera se ha portado bien, dejando pequeñas lluvias no tan intensas como para que el barro arrasara con el pasto, pero lo suficientemente frecuentes para que los colores brillaran. La hierba es tan alta que, a no ser que me suba a los pequeños montículos que pueblan la zona, me es imposible ver por encima de ella. 

Rodeando el claro que considero mi hogar, que ocupa una basta extensión, se encuentra un bosque frondoso en el que pocas veces me he adentrado. Y os preguntaréis por qué. Es normal, yo también lo haría. Bien, no es tan complicado, es solo que nunca lo he necesitado. En este lugar tengo lo que necesito: comida, amigos y familia. Las pocas veces que he tenido que acercarme al espeso bosque ha sido cuando algún peligro nos ha acaecido y no han sido tantas. Incluso en esas ocasiones, con colocarnos en la entrada, protegidos por los árboles más recios, ha sido suficiente. 

Cuando considero que he comido lo suficiente para aplacar el murmullo de mi estómago hasta el medio día, al menos, me siento a esperar la llegada de mis compañeros y vecinos. Siempre he sido el más madrugador de todos, no puedo evitarlo. Por eso, mi rutina es la misma cada mañana. Algo que me encanta, sin duda. Es lo mejor de esta vida, el saber que cada día será exactamente igual que el siguiente. 

No os creáis que es tan tajante, de vez en cuando suelen aparecer pequeños retazos de alegría o miedo que cambian mi placida existencia. Un nacimiento, una tormenta, los cambios de estación. O, como está a punto de suceder, una visita inesperada, pues mientras os narro mi aburrida rutina, estoy escuchando ruidos extraños que parecen provenir del fondo del bosque.

Conforme se va acercando, el sonido me inquieta, pues me suena familiar. En mi corta vida lo he escuchado más veces de las que me gustaría Y nunca ha sido portador de buenas noticias. A lo lejos, puedo ver como entra en el claro lo que llamamos el monstruo brillante. Se desplaza con sigilo y firmeza, destrozando todas las flores y hierva a su paso. 

El sonido cesa a la vez que el monstruo se detiene. Como otras veces, de su interior salen dos hombres, que comienzan a charlar entre ellos con chascarrillos en voz muy alta, haciendo que los pájaros detengan su canto. Sus ropas marrones y holgadas están gastadas, manchadas y viejas. Nunca he entendido la necesidad que tienen de conservarlas.  Parece formar parte del ritual. El olor del el monstruo llega hasta donde estoy, haciendo que arrugue la nariz en señal de disgusto, mientras los hombres se acercan a la parte de atrás, de donde sacan armas brillantes y relucientes que comienzan a analizar en busca de algo que desconozco.

Entonces, los perros comienzan a la ladrar, haciendo que mi piel comience a temblar. No me gustan esos animales. Son una de las razones por las que tenemos que internarnos en el bosque, pues se meten en nuestras casas destrozando todo a su paso hasta que consiguen lo que quieren. De repente, las risas de los visitantes invaden el lugar.

Mierda. En días como estos, desearía no ser un conejo.

 En días como estos, desearía no ser un conejo

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