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Eventualmente llegué al frío de mi apartamento, sin saber qué hora era ya que mi reloj sólo era estético y la batería de mi celular había muerto, así que luego de cerrar la puerta con seguro, lo conecté para que cargara un poco y vi que eran cerca de las dos de la mañana. Suspiré, cansada, y tomé de una estantería una cajita de madera donde tenía mis cogollos secos de marihuana, un picador, filtros y papelillos.

Con la destreza de mis entrenados dedos, comencé a armar un porro mientras le escribía un poema sin rimas a la marihuana en mi cabeza. Empezaba algo como "La flor más noble es aquella que se quema a sí misma para hacerte reír después de besarte." Cursi y casi gracioso, pero lo defiendo como una verdad absoluta.

Los minutos pasaban, el porro entre mis dedos se hacía cada vez más pequeño, mis ojos más pesados, y las incoherencias de la vida cada vez más graciosas. Aprovechando ese estado, me metí a la ducha, a intentar lavarme la suciedad que sentía en el cuerpo, en el alma.

The Cure sonaba por el altavoz de mi móvil, conectado al tomacorrientes de mi baño detrás de la cortina, y mientras escenarios imposibles y reflexiones sobre la vida cruzaban los senderos de mi mente, el agua caliente corría por mi cuerpo desnudo envolviéndome, haciéndome sentir pequeña y dándome el calor que no recibía de ninguna persona. Recordé cuán cálido era el espacio entre el cuello y el hombro de Augustine, y que por algún motivo se sentía aún más cálido después de una pelea, después de que rompiera mi corazón un poco más cada vez.

Recuerdo estar bajo esta misma ducha, llorando en silencio para que Augustine no escuchara mis sollozos, camuflados con alguna otra canción de The Cure. Mi mano cubría mi boca, y el agua caliente cubría mis lágrimas, quemándome el rostro. Cuando el sufrimiento era demasiado para mí, la tristeza me arrojaba al suelo, y me hacía un ovillo bajo el agua y el vapor, golpeándome a mí misma en el rostro con los puños cerrados, castigándome por no ser capaz de dejar de llorar, de dejar de sufrir. Debía parar, porque Augustine no merecía sentir que era una mala pareja, ella no merecía sentir que me estaba haciendo daño, porque el daño me lo hacía yo misma. Siempre fui una mal agradecida.

Al salir, no sabía cómo explicarle los moretones amarillos en mis mejillas, así que le mentía, para que no se preocupara... Mentiras piadosas, pero eran mentiras al fin y al cabo.

¿Cómo me atreví a mirarla dentro de esos preciosos ojos negros, enmarcados por sus largas pestañas capaces de generar tornados con un guiño, y mentirle? ¿Cómo pude ser tan vil y cruel de hacerle eso a la mujer de mi vida, a la que lo dio todo por mí? 

Mientras los recuerdos amenazaban con lanzarme al suelo como en aquellos tiempos que parecían más lejanos que la gran guerra (y a su vez, tan cercanos como el dolor que me asfixiaba), con una fuerza sobrehumana cerré la llave del agua, dejando mi mojado cuerpo expuesto al aire frío. Me cubrí con una toalla, y deseando que este horrible día (o esta horrible vida) acabara pronto, me lancé a mi cama, demasiado grande y fría para mí sola.

(...)

08:58 a.m.

No sé en qué momento resultó claro lo que estaba haciendo, no estoy segura de que alguna vez resultó así; pero tanto ella como yo, sabíamos que era inevitable que esto sucediera.

Siempre lo es.

Mis jeans, ajustados, desgastados y rasgados dejaban que el frío viento de la mañana me atravesara la piel, mi chaqueta de cuero me abrigaba un poco más, pero amaría haberme quedado en la cama hasta las diez.

—¿Tú desayunas en este frigorífico todos los días a esta hora? —Dije mientras me sentaba, molesta.

—Pensé que no vendrías —respondió, seria pero despreocupada, clavándome esos faroles azules que tenía en lugar de ojos. Bastó verlos un segundo para acobardarme y apartar la mirada.

an almost love storyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora