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Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior. A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible. Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura. El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano. Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento.—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio. Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. Malcolmson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia. Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba Malcolmson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.

La Casa Del Juez - Bram StokerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora